JULIEN SAINT-LUC DAUMIER, COPRÓFILO
El decimotercer día de Termidor del año cuarto de la Revolución Julien Saint-Luc Daumier, Conde de Clermont-Ferrand, murió en su ley: antes de que su cabeza rodara bajo el filo de la guillotina se cagó en las patas. Lo que para muchos puede ser interpretado como inequívoco acto de cobardía es, para el conocedor, signo de coherencia y fidelidad a una vida y a su obra. Porque esa existencia como librepensador y libertino fue más de lo que sus contemporáneos, hijos de la Ilustración, pudieron tolerar.
Desde pequeño, Julien mostró marcada inclinación por el estudio de la naturaleza. A los cuatro años de edad, en una tarde cálida de agosto en que se encontraba de visita en la finca de su tío Jean-Paul, a la sazón Conde de Nien, se enterró el solo y enterito en una enorme montaña de bosta de caballo. A los siete años el niño se mostraba reticente a que las criadas vaciaran las bacinillas sin consultarlo, acto que consideraba una falta de respeto a su condición de aristócrata. Su caca era también obra de noble, solía amonestarles.
Con la adolescencia, su devoción fecal se convirtió en credo. Sus preceptores –innúmeros– lo llamaban a considerar las costumbres que para él eran tan naturales como para ellos aberrantes. A los dieciocho años partíó hacia París a estudiar filosofía en la Universidad. De esa época data la única obra de la que se conservan fragmentos, De Coprum Natura. En su primer capítulo el conde se entrega a una pormenorizada clasificación de las heces según su textura, dimensiones, colores, formas y proporciones. En el segundo realiza un estudio de sus propiedades botánicas y curativas desde las costumbres ugaríticas hasta sus usos a fines del siglo XVI. La historia de una perdida disciplina adivinatoria, la copromancia, abarca el tercer apartado. Practicada desde la antigüedad e introducida en Europa occidental por los zíngaros rumanos, el ars copromantia o lectura cáquica gozó de gran prestigio hasta la caída del Imperio Romano de occidente cuando fue prohibida por un edicto promulgado en Constantinopla a mediados del siglo XV. Las virtudes del arte, estima en el tratado, eran superiores a las de la quiromancia y la lectura del curso de los astros o de las borras del café. El último capítulo es dedicado por completo al estudio de una extraña lectura gnóstica que consideraba a la creación como un desborde fecal desde el mismo pléroma divino. Ángeles pneumáticos como flátulos, hombres densos como roquitas que hieren el divino recto cósmico; para este culto la creación es, sin más, la mayor cagada a lo largo de infinitos eones.
De vuelta en Clermont-Ferrant, despreciado por sus doctrinas y prácticas, mal visto por el clero que lo veía como promotor de una existencia disipada entre sus congéneres, se dedicaba noches enteras a disfrutar de originales orgías, por él organizadas, a las que invitaba a nobles de los condados vecinos. Entre ritos esotéricos de marcada impronta rosacruz eran llevados ante la presencia del conde y de sus huéspedes, doncellas, campesinas, prostitutas y sodomitas. Después de ser purificados con aguas, óleos y lociones por tres días y sus correspondientes noches eran alimentados con manjares generosos y diversos. En las noches siguientes sus cuerpos eran untados y sumergidos en vaselina; se les aplicaban enemas y se los llevaba al salón principal para comenzar la exhibición. Los defecantes –en número no menor que nueve, nunca mayor de trece– se sometían, en círculo y en cuclillas al escrutinio de los invitados. Nobles y cortesanos alentaban el esfuerzo de los oficiantes entre carcajadas, ovaciones y gritos de “Merde! Merde!”. Los soretes más largos, o más gruesos, o más caudalosos, eran celebrados como verdaderas epifanías. De entre las filas de defecantes salió, en más de una ocasión, alguna cortesana que llegaría a condesa.
Injusta y falsamente se lo acusó de practicar la coprofagia. Para su fe tal práctica rozaba la herejía.
El ala norte de su mansión albergaba un museo conocido vulgarmente como “la caconniere”. En el se ostentaban obras sin parangón alguno en todo el orbe. Su sistema de conservación y clasificación eran envidiables. Sus aportes a la taxonomía y a la métrica fueron tantos que fueron admirados por Diderot, D’Alembert y Lafèvre-Guineau los tuvo en consideración al establecer su sistema de medición.
Después de ser perseguido durante seis meses, fue apresado en las afueras de Lyon mientras, estupefacto, veía a una radiante joven de brutal cabellera y exuberantes ancas deponer a orillas de un arroyo. Fue trasladado a París en donde, en juicio sumario se lo condenó a muerte. Tenía cuarenta y tres años. Su maison fue incendiada tras ser saqueada por la turba. Su cabeza, arrojada innoblemente a una fosa llena de excrementos.
Alguna de las piezas de su colección se exhiben, como exponentes de un verdadero arte de avanzada, en dos sitios: la galería Rouvier en Abbeville, Louisiana y la sala de exposiciones de la residencia de Terencio Medina, Choromoro, provincia de Tucumán. Ambas son colecciones privadas.
efe
Desde pequeño, Julien mostró marcada inclinación por el estudio de la naturaleza. A los cuatro años de edad, en una tarde cálida de agosto en que se encontraba de visita en la finca de su tío Jean-Paul, a la sazón Conde de Nien, se enterró el solo y enterito en una enorme montaña de bosta de caballo. A los siete años el niño se mostraba reticente a que las criadas vaciaran las bacinillas sin consultarlo, acto que consideraba una falta de respeto a su condición de aristócrata. Su caca era también obra de noble, solía amonestarles.
Con la adolescencia, su devoción fecal se convirtió en credo. Sus preceptores –innúmeros– lo llamaban a considerar las costumbres que para él eran tan naturales como para ellos aberrantes. A los dieciocho años partíó hacia París a estudiar filosofía en la Universidad. De esa época data la única obra de la que se conservan fragmentos, De Coprum Natura. En su primer capítulo el conde se entrega a una pormenorizada clasificación de las heces según su textura, dimensiones, colores, formas y proporciones. En el segundo realiza un estudio de sus propiedades botánicas y curativas desde las costumbres ugaríticas hasta sus usos a fines del siglo XVI. La historia de una perdida disciplina adivinatoria, la copromancia, abarca el tercer apartado. Practicada desde la antigüedad e introducida en Europa occidental por los zíngaros rumanos, el ars copromantia o lectura cáquica gozó de gran prestigio hasta la caída del Imperio Romano de occidente cuando fue prohibida por un edicto promulgado en Constantinopla a mediados del siglo XV. Las virtudes del arte, estima en el tratado, eran superiores a las de la quiromancia y la lectura del curso de los astros o de las borras del café. El último capítulo es dedicado por completo al estudio de una extraña lectura gnóstica que consideraba a la creación como un desborde fecal desde el mismo pléroma divino. Ángeles pneumáticos como flátulos, hombres densos como roquitas que hieren el divino recto cósmico; para este culto la creación es, sin más, la mayor cagada a lo largo de infinitos eones.
De vuelta en Clermont-Ferrant, despreciado por sus doctrinas y prácticas, mal visto por el clero que lo veía como promotor de una existencia disipada entre sus congéneres, se dedicaba noches enteras a disfrutar de originales orgías, por él organizadas, a las que invitaba a nobles de los condados vecinos. Entre ritos esotéricos de marcada impronta rosacruz eran llevados ante la presencia del conde y de sus huéspedes, doncellas, campesinas, prostitutas y sodomitas. Después de ser purificados con aguas, óleos y lociones por tres días y sus correspondientes noches eran alimentados con manjares generosos y diversos. En las noches siguientes sus cuerpos eran untados y sumergidos en vaselina; se les aplicaban enemas y se los llevaba al salón principal para comenzar la exhibición. Los defecantes –en número no menor que nueve, nunca mayor de trece– se sometían, en círculo y en cuclillas al escrutinio de los invitados. Nobles y cortesanos alentaban el esfuerzo de los oficiantes entre carcajadas, ovaciones y gritos de “Merde! Merde!”. Los soretes más largos, o más gruesos, o más caudalosos, eran celebrados como verdaderas epifanías. De entre las filas de defecantes salió, en más de una ocasión, alguna cortesana que llegaría a condesa.
Injusta y falsamente se lo acusó de practicar la coprofagia. Para su fe tal práctica rozaba la herejía.
El ala norte de su mansión albergaba un museo conocido vulgarmente como “la caconniere”. En el se ostentaban obras sin parangón alguno en todo el orbe. Su sistema de conservación y clasificación eran envidiables. Sus aportes a la taxonomía y a la métrica fueron tantos que fueron admirados por Diderot, D’Alembert y Lafèvre-Guineau los tuvo en consideración al establecer su sistema de medición.
Después de ser perseguido durante seis meses, fue apresado en las afueras de Lyon mientras, estupefacto, veía a una radiante joven de brutal cabellera y exuberantes ancas deponer a orillas de un arroyo. Fue trasladado a París en donde, en juicio sumario se lo condenó a muerte. Tenía cuarenta y tres años. Su maison fue incendiada tras ser saqueada por la turba. Su cabeza, arrojada innoblemente a una fosa llena de excrementos.
Alguna de las piezas de su colección se exhiben, como exponentes de un verdadero arte de avanzada, en dos sitios: la galería Rouvier en Abbeville, Louisiana y la sala de exposiciones de la residencia de Terencio Medina, Choromoro, provincia de Tucumán. Ambas son colecciones privadas.
efe
Etiquetas: inicios, literarias
<< volvé a ficcionalista!