domingo, febrero 29, 2004

Persistencia

Pasa que con este calor no se puede pensar, mucho menos escribir.

Uno anda en cueros y, la verdad, que la imagen que uno tiene de sí mismo no lo motiva. Porque un escritor es ante todo un esteta y se imagina que sentado acá, medio en pelotas, viéndome el ombligo lleno de pelos o de pelusa, qué importa, presento una imagen que está en las antípodas de lo que podamos considerar un escritor profesional, mucho menos, uno consumado. Me atrevo a compartirlo porque, supongo. que usted pensará al respecto igual que yo. Uno puede venir con la mejor de las ideas, ponerse frente a la máquina y mirar el cursor titilante o la hoja en blanco (para el caso es lo mismo) y enseguida se levanta para ir a buscar algo fresco porque así no se puede. Y las imágenes que acuden a la mente le pueden resultar muy poéticas pero cuando uno tiene la frente cubierta de sudor que ahora le van corriendo las gotas cuesta bajo por los pómulos presas de la gravedad... en fin.

Pero el mandato impone al escritor que nada se consigue sin trabajo arduo y que eso de la inspiración tiene poco de realidad, que parece que la turra esa –la realidad, digo– vendría más por el lado de la transpiración y si fuera por eso, vea, yo le juro que en este momento tendría que estar escribiendo la Divina Comedia o el Ulises o Los sorias porque, la verdad, que sudor sobra. Digo que para mí la inspiración era un invento de los griegos y desde que la gente no dedica más su piedad a esos dioses lejanos las minas esas se hacen rogar o no vienen nunca. Porque lo que se dice una musa, por acá, en los últimos siglos no vio nadie.

Ahora se largó a llover que parece que va a caer granizo en cualquier momento. Con furia. Y el sol se sigue asomado un rato. Yo me pongo a ver como titila el cursor y me pongo a contar... Y las gotas caen cada vez más fuerte y me acuerdo que dejé ropa en la soga, qué boludo, ahora va haber que esperar para lo que sea: ir a descolgar o dejar que se seque. Pero el cursor titila. Un rato largo, titila. Es como las máquinas que en los hospitales controlan el ritmo cardíaco de los enfermos.

Paró de llover, puta, yo sabía: ahora más humedad y más calor porque no llegó a refrescar nada. Es el efecto invernadero, seguro. El clima está cambiando y el cursor titila. No para. Es interesante de ver; se podría decir que es tenaz. Que es constante y persistente. El cursor titila. Titila un poco más acá o un poco más allá. Ahora que con este calor yo mucho no me puedo poner a reflexionar sobre el asunto. Pero se me revela algo sobre la naturaleza de lo contínuo y lo sucesivo. Una idea como para algo, no sé. Porque uno emite un juicio como por ejemplo “el cursor titila” o, de modo más simple, articula el concepto “el cursor titilante” –así, con un participio activo tan alegre–. Pero nadie puede estar seguro de que este cursor que usted ve acá sea el mismo que ese otro que está por allá aunque haya pasado poco tiempo y parezcamos vivir en la fe de que el cursor es el mismo o que por lo menos algo del mismo subsista (unos bits, por caso). Vea que sigue caluroso. Y ahora me doy cuenta que no es lo mismo que la página en blanco el cursor titilante porque la hoja diáfana, así, atómica y honesta, sin reveses –bueno, con un revés seguro, pero solo hace falta darle media vuelta para sincerarla, aunque uno nunca sepa del todo porque jamás puede mirar las dos caras de la hoja completas sin usar algún artilugio, sea, por caso, un espejo–, esa buena página seguro no me iba a despertar este cuestionamiento. Que con este calor no se puede pensar bien, menos escribir. Y el cursor titila; ahí, digital y un simulacro él mismo, Qué cosa, con esta humedad la ropa no se va secar o me va a quedar con olor. Y el muy maldito titilando. Ahí, sosteniendo su pulsátil existencia como si no hubiera otra cosa que hacer. Como machacando el tiempo con su insoportable estar y no estar. Titila y hace un calor insufrible. Y para colmo parece que no llueve de nuevo. Es así que uno se queda frente a la máquina, mirando como se va convirtiendo en esclavo de esa mísera barrita que ahora está y enseguida no. Viendo como controla las pulsaciones de algún fantasma hecho de bits que vive adentro del aparato. Y yo, acá, como un indio muerto de sed y medio en bolas, sin poder contar nada. Mirando el zip zap zip zap zip zap zip zap, mudo. Mientras titilante me va gastando la paciencia.
F. J. V.

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domingo, febrero 15, 2004

JULIEN SAINT-LUC DAUMIER, COPRÓFILO

El decimotercer día de Termidor del año cuarto de la Revolución Julien Saint-Luc Daumier, Conde de Clermont-Ferrand, murió en su ley: antes de que su cabeza rodara bajo el filo de la guillotina se cagó en las patas. Lo que para muchos puede ser interpretado como inequívoco acto de cobardía es, para el conocedor, signo de coherencia y fidelidad a una vida y a su obra. Porque esa existencia como librepensador y libertino fue más de lo que sus contemporáneos, hijos de la Ilustración, pudieron tolerar.

Desde pequeño, Julien mostró marcada inclinación por el estudio de la naturaleza. A los cuatro años de edad, en una tarde cálida de agosto en que se encontraba de visita en la finca de su tío Jean-Paul, a la sazón Conde de Nien, se enterró el solo y enterito en una enorme montaña de bosta de caballo. A los siete años el niño se mostraba reticente a que las criadas vaciaran las bacinillas sin consultarlo, acto que consideraba una falta de respeto a su condición de aristócrata. Su caca era también obra de noble, solía amonestarles.

Con la adolescencia, su devoción fecal se convirtió en credo. Sus preceptores –innúmeros– lo llamaban a considerar las costumbres que para él eran tan naturales como para ellos aberrantes. A los dieciocho años partíó hacia París a estudiar filosofía en la Universidad. De esa época data la única obra de la que se conservan fragmentos, De Coprum Natura. En su primer capítulo el conde se entrega a una pormenorizada clasificación de las heces según su textura, dimensiones, colores, formas y proporciones. En el segundo realiza un estudio de sus propiedades botánicas y curativas desde las costumbres ugaríticas hasta sus usos a fines del siglo XVI. La historia de una perdida disciplina adivinatoria, la copromancia, abarca el tercer apartado. Practicada desde la antigüedad e introducida en Europa occidental por los zíngaros rumanos, el ars copromantia o lectura cáquica gozó de gran prestigio hasta la caída del Imperio Romano de occidente cuando fue prohibida por un edicto promulgado en Constantinopla a mediados del siglo XV. Las virtudes del arte, estima en el tratado, eran superiores a las de la quiromancia y la lectura del curso de los astros o de las borras del café. El último capítulo es dedicado por completo al estudio de una extraña lectura gnóstica que consideraba a la creación como un desborde fecal desde el mismo pléroma divino. Ángeles pneumáticos como flátulos, hombres densos como roquitas que hieren el divino recto cósmico; para este culto la creación es, sin más, la mayor cagada a lo largo de infinitos eones.

De vuelta en Clermont-Ferrant, despreciado por sus doctrinas y prácticas, mal visto por el clero que lo veía como promotor de una existencia disipada entre sus congéneres, se dedicaba noches enteras a disfrutar de originales orgías, por él organizadas, a las que invitaba a nobles de los condados vecinos. Entre ritos esotéricos de marcada impronta rosacruz eran llevados ante la presencia del conde y de sus huéspedes, doncellas, campesinas, prostitutas y sodomitas. Después de ser purificados con aguas, óleos y lociones por tres días y sus correspondientes noches eran alimentados con manjares generosos y diversos. En las noches siguientes sus cuerpos eran untados y sumergidos en vaselina; se les aplicaban enemas y se los llevaba al salón principal para comenzar la exhibición. Los defecantes –en número no menor que nueve, nunca mayor de trece– se sometían, en círculo y en cuclillas al escrutinio de los invitados. Nobles y cortesanos alentaban el esfuerzo de los oficiantes entre carcajadas, ovaciones y gritos de “Merde! Merde!”. Los soretes más largos, o más gruesos, o más caudalosos, eran celebrados como verdaderas epifanías. De entre las filas de defecantes salió, en más de una ocasión, alguna cortesana que llegaría a condesa.

Injusta y falsamente se lo acusó de practicar la coprofagia. Para su fe tal práctica rozaba la herejía.

El ala norte de su mansión albergaba un museo conocido vulgarmente como “la caconniere”. En el se ostentaban obras sin parangón alguno en todo el orbe. Su sistema de conservación y clasificación eran envidiables. Sus aportes a la taxonomía y a la métrica fueron tantos que fueron admirados por Diderot, D’Alembert y Lafèvre-Guineau los tuvo en consideración al establecer su sistema de medición.

Después de ser perseguido durante seis meses, fue apresado en las afueras de Lyon mientras, estupefacto, veía a una radiante joven de brutal cabellera y exuberantes ancas deponer a orillas de un arroyo. Fue trasladado a París en donde, en juicio sumario se lo condenó a muerte. Tenía cuarenta y tres años. Su maison fue incendiada tras ser saqueada por la turba. Su cabeza, arrojada innoblemente a una fosa llena de excrementos.

Alguna de las piezas de su colección se exhiben, como exponentes de un verdadero arte de avanzada, en dos sitios: la galería Rouvier en Abbeville, Louisiana y la sala de exposiciones de la residencia de Terencio Medina, Choromoro, provincia de Tucumán. Ambas son colecciones privadas.
efe

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