Persistencia
Pasa que con este calor no se puede pensar, mucho menos escribir.
Uno anda en cueros y, la verdad, que la imagen que uno tiene de sí mismo no lo motiva. Porque un escritor es ante todo un esteta y se imagina que sentado acá, medio en pelotas, viéndome el ombligo lleno de pelos o de pelusa, qué importa, presento una imagen que está en las antípodas de lo que podamos considerar un escritor profesional, mucho menos, uno consumado. Me atrevo a compartirlo porque, supongo. que usted pensará al respecto igual que yo. Uno puede venir con la mejor de las ideas, ponerse frente a la máquina y mirar el cursor titilante o la hoja en blanco (para el caso es lo mismo) y enseguida se levanta para ir a buscar algo fresco porque así no se puede. Y las imágenes que acuden a la mente le pueden resultar muy poéticas pero cuando uno tiene la frente cubierta de sudor que ahora le van corriendo las gotas cuesta bajo por los pómulos presas de la gravedad... en fin.
Pero el mandato impone al escritor que nada se consigue sin trabajo arduo y que eso de la inspiración tiene poco de realidad, que parece que la turra esa –la realidad, digo– vendría más por el lado de la transpiración y si fuera por eso, vea, yo le juro que en este momento tendría que estar escribiendo la Divina Comedia o el Ulises o Los sorias porque, la verdad, que sudor sobra. Digo que para mí la inspiración era un invento de los griegos y desde que la gente no dedica más su piedad a esos dioses lejanos las minas esas se hacen rogar o no vienen nunca. Porque lo que se dice una musa, por acá, en los últimos siglos no vio nadie.
Ahora se largó a llover que parece que va a caer granizo en cualquier momento. Con furia. Y el sol se sigue asomado un rato. Yo me pongo a ver como titila el cursor y me pongo a contar... Y las gotas caen cada vez más fuerte y me acuerdo que dejé ropa en la soga, qué boludo, ahora va haber que esperar para lo que sea: ir a descolgar o dejar que se seque. Pero el cursor titila. Un rato largo, titila. Es como las máquinas que en los hospitales controlan el ritmo cardíaco de los enfermos.
Paró de llover, puta, yo sabía: ahora más humedad y más calor porque no llegó a refrescar nada. Es el efecto invernadero, seguro. El clima está cambiando y el cursor titila. No para. Es interesante de ver; se podría decir que es tenaz. Que es constante y persistente. El cursor titila. Titila un poco más acá o un poco más allá. Ahora que con este calor yo mucho no me puedo poner a reflexionar sobre el asunto. Pero se me revela algo sobre la naturaleza de lo contínuo y lo sucesivo. Una idea como para algo, no sé. Porque uno emite un juicio como por ejemplo “el cursor titila” o, de modo más simple, articula el concepto “el cursor titilante” –así, con un participio activo tan alegre–. Pero nadie puede estar seguro de que este cursor que usted ve acá sea el mismo que ese otro que está por allá aunque haya pasado poco tiempo y parezcamos vivir en la fe de que el cursor es el mismo o que por lo menos algo del mismo subsista (unos bits, por caso). Vea que sigue caluroso. Y ahora me doy cuenta que no es lo mismo que la página en blanco el cursor titilante porque la hoja diáfana, así, atómica y honesta, sin reveses –bueno, con un revés seguro, pero solo hace falta darle media vuelta para sincerarla, aunque uno nunca sepa del todo porque jamás puede mirar las dos caras de la hoja completas sin usar algún artilugio, sea, por caso, un espejo–, esa buena página seguro no me iba a despertar este cuestionamiento. Que con este calor no se puede pensar bien, menos escribir. Y el cursor titila; ahí, digital y un simulacro él mismo, Qué cosa, con esta humedad la ropa no se va secar o me va a quedar con olor. Y el muy maldito titilando. Ahí, sosteniendo su pulsátil existencia como si no hubiera otra cosa que hacer. Como machacando el tiempo con su insoportable estar y no estar. Titila y hace un calor insufrible. Y para colmo parece que no llueve de nuevo. Es así que uno se queda frente a la máquina, mirando como se va convirtiendo en esclavo de esa mísera barrita que ahora está y enseguida no. Viendo como controla las pulsaciones de algún fantasma hecho de bits que vive adentro del aparato. Y yo, acá, como un indio muerto de sed y medio en bolas, sin poder contar nada. Mirando el zip zap zip zap zip zap zip zap, mudo. Mientras titilante me va gastando la paciencia.
F. J. V.
Uno anda en cueros y, la verdad, que la imagen que uno tiene de sí mismo no lo motiva. Porque un escritor es ante todo un esteta y se imagina que sentado acá, medio en pelotas, viéndome el ombligo lleno de pelos o de pelusa, qué importa, presento una imagen que está en las antípodas de lo que podamos considerar un escritor profesional, mucho menos, uno consumado. Me atrevo a compartirlo porque, supongo. que usted pensará al respecto igual que yo. Uno puede venir con la mejor de las ideas, ponerse frente a la máquina y mirar el cursor titilante o la hoja en blanco (para el caso es lo mismo) y enseguida se levanta para ir a buscar algo fresco porque así no se puede. Y las imágenes que acuden a la mente le pueden resultar muy poéticas pero cuando uno tiene la frente cubierta de sudor que ahora le van corriendo las gotas cuesta bajo por los pómulos presas de la gravedad... en fin.
Pero el mandato impone al escritor que nada se consigue sin trabajo arduo y que eso de la inspiración tiene poco de realidad, que parece que la turra esa –la realidad, digo– vendría más por el lado de la transpiración y si fuera por eso, vea, yo le juro que en este momento tendría que estar escribiendo la Divina Comedia o el Ulises o Los sorias porque, la verdad, que sudor sobra. Digo que para mí la inspiración era un invento de los griegos y desde que la gente no dedica más su piedad a esos dioses lejanos las minas esas se hacen rogar o no vienen nunca. Porque lo que se dice una musa, por acá, en los últimos siglos no vio nadie.
Ahora se largó a llover que parece que va a caer granizo en cualquier momento. Con furia. Y el sol se sigue asomado un rato. Yo me pongo a ver como titila el cursor y me pongo a contar... Y las gotas caen cada vez más fuerte y me acuerdo que dejé ropa en la soga, qué boludo, ahora va haber que esperar para lo que sea: ir a descolgar o dejar que se seque. Pero el cursor titila. Un rato largo, titila. Es como las máquinas que en los hospitales controlan el ritmo cardíaco de los enfermos.
Paró de llover, puta, yo sabía: ahora más humedad y más calor porque no llegó a refrescar nada. Es el efecto invernadero, seguro. El clima está cambiando y el cursor titila. No para. Es interesante de ver; se podría decir que es tenaz. Que es constante y persistente. El cursor titila. Titila un poco más acá o un poco más allá. Ahora que con este calor yo mucho no me puedo poner a reflexionar sobre el asunto. Pero se me revela algo sobre la naturaleza de lo contínuo y lo sucesivo. Una idea como para algo, no sé. Porque uno emite un juicio como por ejemplo “el cursor titila” o, de modo más simple, articula el concepto “el cursor titilante” –así, con un participio activo tan alegre–. Pero nadie puede estar seguro de que este cursor que usted ve acá sea el mismo que ese otro que está por allá aunque haya pasado poco tiempo y parezcamos vivir en la fe de que el cursor es el mismo o que por lo menos algo del mismo subsista (unos bits, por caso). Vea que sigue caluroso. Y ahora me doy cuenta que no es lo mismo que la página en blanco el cursor titilante porque la hoja diáfana, así, atómica y honesta, sin reveses –bueno, con un revés seguro, pero solo hace falta darle media vuelta para sincerarla, aunque uno nunca sepa del todo porque jamás puede mirar las dos caras de la hoja completas sin usar algún artilugio, sea, por caso, un espejo–, esa buena página seguro no me iba a despertar este cuestionamiento. Que con este calor no se puede pensar bien, menos escribir. Y el cursor titila; ahí, digital y un simulacro él mismo, Qué cosa, con esta humedad la ropa no se va secar o me va a quedar con olor. Y el muy maldito titilando. Ahí, sosteniendo su pulsátil existencia como si no hubiera otra cosa que hacer. Como machacando el tiempo con su insoportable estar y no estar. Titila y hace un calor insufrible. Y para colmo parece que no llueve de nuevo. Es así que uno se queda frente a la máquina, mirando como se va convirtiendo en esclavo de esa mísera barrita que ahora está y enseguida no. Viendo como controla las pulsaciones de algún fantasma hecho de bits que vive adentro del aparato. Y yo, acá, como un indio muerto de sed y medio en bolas, sin poder contar nada. Mirando el zip zap zip zap zip zap zip zap, mudo. Mientras titilante me va gastando la paciencia.
F. J. V.
Etiquetas: crónicas
<< volvé a ficcionalista!