miércoles, abril 14, 2004

NINGYO
Capítulo dieciocho


“Si fuesemos cayendo de a poco no nos daríamos cuenta; pero no”, recordé las palabras de Damián. La brusquedad de la caída. Es como un violín, como violines, que le dan más dramatismo al asunto. Se siente así. Iba caminando por Timoteo Gordillo, desde Ventura Bosch a Rivadavia. Me quedé quieto de golpe. Como si las piernas hubiesen tenido una voluntad impropia. Así quedé. Miré fijo unos árboles, ya de ramas ralas, casi por completo deshojadas. Noté la variedad irregular de los ángulos con que se desprendían y señalaban al cielo unas, otras la acera. Recordé, no sé bien por qué, unas clases, ya hace mucho tiempo: el árbol era, creo, una figura del conocimiento humano. Una vez hubo una semilla, enterrada, oculta. La noche de los tiempos, que serían como millones de años atrás. Todo estaba encerrado ahí. Las raíces comenzaron entonces a hundirse, a buscar algo en el corazón mismo de la tierra: se sumergían en esa oscuridad de humus, se abrían hacia bajo para nutrir y aferrarse, buscando eso que hay desde antes del hombre. Y el tallo era lo que se lanzaba hacia arriba, hacia la superficie, hacia una especie de luz o de razón atmosférica para crecer, convertirse en tronco, impetuoso. Uno que después se despliega en azarosas ramas, débiles al principio, ramas que al final se cubren de hojas como la mente se llena de ideas. Me quedé quieto de golpe y se me ocurrió pensar en eso o, porque pensé en eso me quedé quieto como a la espera de que sonara un violín, que sonaran los violines, y que sus cuerdas le dieran algún sentido, por lo menos uno transitorio, a todo eso. Y no pasa de a poco como pasa que un día uno mira a todos lados y se pregunta cómo es que está parado ahí, cómo es que llegó a ese lugar en el que está hace ya mucho, todo ese tiempo en que no lo notó pero que es claro, que es obvio y no importa por qué. Y uno iría a otro sitio a ver lo obvio, no otra cosa. Y ahí que se pregunta cuándo mierda fue que todo se volvió tan evidente, cuándo pasó que se le cayeron las certezas por el camino.

Y no está mal, no me quejo, porque las certezas sirven bien poco y estorban mucho. Nadie en su sano juicio puede sentirse contento de andar cargando todo el tiempo con esa enorme bolsa de verdades, con ese cúmulo de infamias con que alguna gente bien anda por la vida sin enterarse de que, en realidad, es un lastre. El viento helado se siente en la cara. Sigo mirando las ramas desnudas que se recortan en el gris. Parecen como si se pudieran quebrar fácilmente, por finas y por secas. Pero están allá, muy arriba y lejos, fuera del alcance de mis manos y más lejos todavía de la imposible voluntad de acercarme a intentarlo, a pensar intentarlo, o siquiera a salirme de mi inmovilidad pétrea. Las piernas que eran como dos columnas griegas... sí, eso, de los griegos eran las clases que hablaban de otra cosa cuando hablaban de los árboles... Se va haciendo tarde. Tal vez ya sea demasiado tarde para cualquier cosa –pensaba otra vez– y estaba ahí pero, en serio, que no tenía dónde ir.

Tendría que tener, tendría que poder irme de acá, irme a otro sitio.

Sí, es tarde. F.J.V.