sábado, julio 31, 2004

CONSECUENCIAS DEL MÉTODO


Aunque no se supo mucho de Bob en los últimos años pocos se sorprendieron al encontrar, la mañana del 12 de septiembre, su necrológica en la sección de artes y espectáculos de todos los diarios. Podían leerse en esas líneas consideraciones del tipo "cuando fue económicamente solvente, tomó clases en el Herbert Berghof Studio y en 1966 fue aceptado en el Actor's Studio donde comenzó con el entrenamiento del Método de Lee Strasberg". También que "el primer reconocimiento le llegó gracias a la producción off-Broadway The Cowboy Wants the Ghetto, por la que fue premiado como el mejor actor de la temporada 1967-68". Se detallaba por ejemplo que "con la puesta de Does the Cougar Wear a Sweater? ganó su primer Tony", o que en el cine "había debutado en Me, Jennifer (1969), con Patty Lake". Y por supuesto no faltaba en ninguno el recorrido por la más gloriosa etapa de su cinematografía. En el Post, Gilbert Marshall se despachó con una apretada síntesis: "Con su segundo film, Fear In Button Park (1971), de Johnny Schiller, logró fama y reconocimiento en el papel de un adicto a las drogas. Fue en esa época que Percis Buick Capello lo eligió para un rol protagónico en Pater Familiae (1972), que le valió su primera nominación al premio de la Academia. Persicco (1973), de Rodney Summit, Pater Familae, Part II (1974) y Pig Day Evening (1975), también de Summit, fueron sus grandes éxitos de los setenta y las producciones que lo convirtieron en el referente del actor del Método Strasberg". Lo último, lugar común en las notas 
Bastante gente participó de las exequias si se tiene en cuenta que el tipo se había bajado del negocio hace ya mucho tiempo. Y es que al fin y al cabo la gente tiene esa especie de adoración por los artistas. Participar de sus vidas (o de su muerte, qué más da) los hace sentirse también importantes, los incluye en algo más grande que sus tristes existencias. Siempre es bueno brillar bajo una poderosa luz, aunque sea de otro, prestada por un rato.
Bob, siempre había sido generoso con la gente. Me acuerdo de una mañana en que salíamos del estudio y se nos acercó una chica un poco escualida para que le firmara un pedazo de papel miserable. Bob la subió al auto. "Vamos a tomar algo", le dijo. Eran como las siete de la tarde, y noviembre, y el frío era como una navaja. La chica estaba embelesada. Bob me comentaba algo sobre el director de Jam Session; acusaba que era un estúpido, que pretendía que estuviera en el estudio a las cinco de la mañana para filmar unas tomas adicionales, unas para la edición final. Gary Felner era el montajista: un tipo odioso por donde se lo mirase. Bob pensó que era buena idea darle a conocer que sí, que podría ser que fuera y que incluso podía esperarlo con la boquilla del clarinete metida en el culo. Y cuando Bob dijo "culo" la chica, que seguía mirando embelesada, como dije, desde el asiento de atrás del Mustang emitió una especie de risita histérica y entrecortada. Entonces Bob –qué loco Bob, qué hijo de puta– se daba vuelta y le preguntaba si no le parecía que Gary era un verdadero estúpido, y ella cerraba los ojos y asentía con la cabeza mientras reía. Bob me golpeaba el hombro y repetía: "¿no es encantadora, eh? Además tiene muy buen humor..." Y también le preguntaba si quería comer algo en el veinticuatrohoras de la autopista. Entonces, me acuerdo que bajamos, nos sentamos y pidió para Jenny (o Lanny, o Franny o como la chica flaca se llamase) una bandeja de hot cakes embadurnados de miel o de jarabe de frambuesa y mientras miraba señalandome con el dedo cómo comía la chica, se reía y le dedicaba autógrafos a cada una de las cuatro hermanas que vivían en Chattanooga y se reía mientras me preguntaba cómo carajo se escribía "Chattanooga".
Dos horas más tarde Bob, la chica y yo subimos al coche y nos lanzamos de nuevo a la ruta para dejarla a las puertas de una casa medio derruida en Lemon Grove, después de que Bob parase en K-Mart, bajase del auto y reapareciese quince minutos más tarde con unas enormes bolsas de supermercado llenas de comida y dulces para Jenny (o Lanny, o Franny) y su familia numerosa.
Otra noche fuimos a una fiesta en Beverly Hills, a la casa de Geena Madison. Era una de esas veladas temáticas, puede que del Imperio Romano o algo con togas, no recuerdo bien. Entonces Bob, completamente tomado y fumado, se subió a una mesa con unas ramas de laurel metidas en los calzones y a reclamar a grito pelado que las nenas más calientes fueran a participar de su coronación de gloria. Después de comenzar una pelea a puñetazos con Jimmy Cale porque le había tocado el culo a su puta, dos monos enormes lo sacaron a rastras mientras la estúpida de Geena le gritaba que había arruinado su fiesta.
Será triste acostumbrarnos a la ausencia de Bob. Triste que eso que las necrológicas reconocían como una de sus más destacables virtudes fuera también su perdición. Bob sí creía en el maldito Método y lo practicaba religiosamente. Fui testigo en más de una docena de ocasiones cómo el tipo quedaba desequilibrado después haber dado todo de sí. Cuando estaba en Idaho rodando Town Of The Braves tuve que quedarme tres noches a su lado porque no podía despegarse de la piel de su personaje, Tom Cuttie, el hombre perseguido al mismo tiempo por los indios y el séptimo de caballería. Ganó un Globo Dorado por esa. Mientras filmaba People Like You fue arrestado por robar durante seis noches seguidas en un Ninety Nine Cents de Los Ángeles. Yo mismo expliqué a la policía lo que pasaba pero no pude evitar que la maldita foto del prontuario fuese publicada por el National Inquirer. A Bob le importó bien poco. En realidad pidió que le compraran veinte ejemplares que repartió entre dealers, una caterva de rateros, dos drag-queens y un fiolo con que había pasado la noche. Y cuando se fue le firmó unos ejemplares a tres oficiales que habían cubierto la guardia. People... ganó tres Globos Dorados y tres premios de la Academia.
Entonces Bob se había entusiasmado con una película de época. Había visto La femme sans tête y al instante quiso comprar los derechos para una remake. Era generoso con sus amigos y prudente en sus decisiones así que convocó al buen Rodney para que lo dirigiera de nuevo. También era ambicioso: sabía que podría interpretar al verdugo Sans Son infinitamente mejor que Gerard Assant. Al lado de la de él, su actuación parecería la torpe imitación de Shakespeare de un tonto chimpancé. Engordó veinte kilos. Se afeitó la cabeza. Conquistó el phisique du rol de manera absoluta. Y para mejor llegó desde Italia María Grazia Baldarotta que había aceptado el papel de la salvaje cocinera de infantes condenada a muerte en la guillotina.
Bob atormentó a la italiana por dos semanas. La encerraba cada día en una de las casas levantadas especialmente para la producción, una de las cuarenta construcciones erigidas a imagen y semejanza de las de un barrio marginal de la París de comienzos del siglo XIX. La chica gritaba como una salvaje mientras se escuchaban insultos –en el más estricto francés, por supuesto– y se oían golpes atemorizantes a punto tal de que un par de veces los técnicos quisieron derribar la puerta enorme de hierro y madera sin éxito. Hacia las seis de la tarde la italiana salía medio desarropada y con los ojos y el rostro rojizos pero como en total éxtasis y nadie se atrevía a preguntarle nada. Al fin que el equipo cumplió con un cronograma estricto por dos meses. Aún así la compañia productora estaba inquieta y pedía ver algo del material que se hubiera rodado hasta el momento. Rodney sabía serenarlos pero los rumores que habían llegado a los oidos de los ejecutivos hacía complicado mantenerlos a raya. El 10 de septiembre –lo recuerdo: era el cumpleaños de la italiana– debía filmarse una de las escenas finales. Esa en que, sin motivo lógico alguno, la condenada enseñaba, ya en el cadalso, sus pechos desnudos para intentar conmover la voluntad del ejecutor y escapar de esa manera a su destino. Maria Grazia estaba sublime: su rostro reflejaba un grado de desesperación límite, uno que sin duda había logrado gracias a las terribles sesiones de tortura psicológica a la que Bob la había sometido durante casi un mes. Esa escena que jamás llegó a concluirse. En la historia real, el verdugo nunca alcanzó a apiadarse tanto como para no cumplir la sentencia para la que estaba programado. Enloqueció totalmente a causa de esa conducta absurda. En el film original, Gerard Assant la había concretado y después de filmar la escena, dicen, se tiró en su trailer a la protagonista, Emmanuelle Tevert, y a una de las actrices que interpretaba a la hija de uno de los jueces. A las dos juntas quiero decir. En la remake, Bob, ahí mismo, se quedó frío. No dijo nada más. Se quedó mirando las tetas de la italiana, esas desmesuradas ubres de esplendor incomparable, impávido. Cinco minutos se quedó así hasta que le tiré una manta encima y me lo llevé al camerino. Y de ahí a la clínica. Repetía interminablemente "Je ne peux pas le faire... Je ne peux pas... Je ne peux pas..." No dijo nada más. Durante seis meses estuvo bajo tratamiento y en observación en el Wright Institute Los Angeles para enfermos mentales. Nunca volvió a ser el mismo.
Y hoy leo su obituario en el diario.
Qué mierda, Bob, eras un tipo magnífico. Creo que me voy a poner el traje negro de Armani que me regalaste en el último cumpleaños que festejamos juntos. Ese que te gustaba tanto cómo me quedaba, Bob.
F.J.V.

sábado, julio 17, 2004

 
POST #100

Estoy mudado.

Algunos datos de interés general:
 
Vinos inaugurales: Santa Ana Malbec y Astica Malbec – Merlot de Trapiche. Viva Mendoza.
Almuerzo inaugural con Bo Mansoshi: Sandwichs de jamón cocido y mortadela (en pan lactal) con Tholem Jamón y Coca Cola.

Top 20 inaugural (en CD):
20. Moby. 18
19. Prince. The Vault... Old Friends 4 Sale
18. Propellerheads. Decksandrumsandrockandroll
17. U2. Achtung Baby
16. Aretha Franklin. The Very Best of..., Vol. 1
15. Various Artists. Pure Disco
14. ABBA. Arrival
13. Pizzicato Five. Made In USA
12. Joaquín Sabina. Dimelo en la calle
11. Mísia. Ritual
10. Dusty Springfield. Dusty In Memphis
09. Andrés Calamaro. El cantante
08. Mísia. Paixões Diagonais
07. Roberto Goyeneche. Roberto Goyeneche 4
06. Dusty Springfield. The Silver Collection
05. Tom Waits. Closing Time
04. Brad Mehldau. Elegiac Cycle
03. Beethoven. Piano Sonatas Nos. 14, 17 & 23
02. Horace Silver. Jazz Profile
01. Charly García. Clics modernos

Lecturas en papel: Yasunari Kawabata. Lo bello y lo triste. Página/12 y Ñ.
Hallazgo habitacional: la cocina para desayunar, almorzar y/o cenar.
Y una vuelta a cassettes viejos de Eurythmics y Charly García.

La ducha y la bañera, también grandes hallazgos.

Exitosa prueba de colores en paredes de living-comedor y dormitorio en tonos de naranja y azul, respectivamente.
La pintura aumentó mucho en estos años. Debe ser precio de commodity.

El todopordospesos es gran cosa para salir del paso. El kit de cortina de baño completo a $25 así lo atestigua.

El playmobil astronauta al lado del contestador automático inútil queda de lo más chic.
 
No hay línea telefónica disponible aún.
No hay estufa. Sólo un triste caloventor de 2000 watts y el horno de la cocina. Y hay chifletes.
No hay cable. No hay antena para canales de aire. No hay VCR. Escucha obligada de Radio Mitre y Kabul Rock.

...pero el corazón es grande.

Estou mudado
 

lunes, julio 12, 2004


DOS POR ANIVERSARIO

El primero, aporte de mi amiga.
El segundo, de mi grato gusto porque cuando me fue obsequiado -hace ya tanto- me devastó el alma.

Ambos, Neruda, porque la fecha amerita.

* * *

¡Doy fe!
yo estuve allí,
yo estuve
y padecí y mantengo el testimonio
aunque no haya nadie
que recuerde
yo soy el que recuerda
aunque no queden ojos en la tierra
yo seguiré mirando
y aquí quedará escrita
aquella sangre,
aquel amor,
aquí seguirá ardiendo,
no hay olvido,
señores y señoras,
y por mi boca herida
aquellas bocas seguirán cantando.

"Yo recuerdo", Memorial de Isla Negra.

* * *

Hay cementerios solos,
tumbas llenas de huesos sin sonido,
el corazón pasando un túnel
oscuro, oscuro, oscuro,
como un naufragio hacia adentro nos morimos.
como ahogarnos en el corazón,
como irnos cayendo desde la piel al alma.

Hay cadáveres,
hay pies de pegajosa losa fria,
hay la muerte en los huesos,
como un sonido puro,
como un ladrido sin perro,
saliendo de ciertas campanas, de ciertas tumbas,
creciendo en la humedad como el llanto o la lluvia.

Yo veo, solo, a veces,
ataúdes a vela
zarpar con difuntos pálidos, con mujeres de trenzas muertas,
con panaderos blancos como ángeles,
con niñas pensativas casadas con notarios,
ataúdes subiendo el río vertical de los muertos,
el río morado,
hacia arriba, con las velas hinchadas por el sonido
de la muerte,
hinchadas por el sonido silencioso de la muerte.

A lo sonoro llega la muerte
como un zapato sin pie, como un traje sin hombre,
llega a golpear con un anillo sin piedras y sin dedo,
llega a gritar sin boca, sin lengua,
sin garganta.
Sin embargo sus pasos suenan
y su vestido suena, callado como un árbol.

Yo no sé, yo conozco poco, yo apenas veo,
pero creo que su canto tiene color de violetas húmedas,
de violetas acostumbradas a la tierra,
porque la cara de la muerte es verde,
con la aguda humedad de una hoja de violeta
y su grave color de invierno exasperado.

Pero la muerte va también por el mundo vestida de escoba,
lame el suelo buscando difuntos,
la muerte está en la escoba,
es la lengua de la muerte buscando muertos,
es la aguja de la muerte buscando hilo.
La muerte está en los catres:
en los colchones lentos, en las frazadas negras
vive tendida, y de repente sopla:
sopla un sonido oscuro que hincha sábanas,
y hay camas navegando a un puerto
en donde está esperando, vestida de almirante.

"Solo la muerte", Residencia en la Tierra.

JÓVENES LOBOS NEGROS

Detengo el coche en un semáforo de la Castellana de Madrid, y miro a uno y otro lado los enormes bloques de cemento, acero y cristal con rótulos de bancos, financieras y cosas así, sintiéndome como el conductor del carromato de las películas de John Ford, ya saben, cuando la caravana cruza el desfiladero mientras suenan tambores comanches y los pioneros se tocan con aprensión la cabellera. Estoy parado en el semáforo, como les cuento, pero hay un buen pedazo de sol que se mete entre las torres altísimas e ilumina la calle, enmarcando en un rectángulo de luz a dos niños que caminan con sus mochilas a la espalda camino del cole, a una viejecita que cruza despacio, a un señor de pelo gris que lee el Marca y a una señora madura, guapa, que cruza con el paso firme y el poderío de quien tuvo, y retuvo.

Mientras espero con las manos en el volante, pienso que no está mal del todo. Me refiero a esto. Siguen mandando los de siempre, claro. Los que no dejaron de hacerlo nunca. Pero la vida continúa, los chicos se besan en los parques, a los obispos nadie les hace ni puto caso, gracias a Dios, y a lo mejor ese mensaka con cara de peruano que se para al lado con la moto, o la mujer de aire eslavo y ojos claros que espera el autobús, traen en su sangre y en su ambición y en su voluntad la solución biológica que cambiará al fin esta España vieja, egoísta, insolidaria, enferma, cantamañanas e ignorante. A ver si hay suerte, me digo, y el indio y la ucraniana y el moro y el negro de color preñan a nuestras hijas y son preñados por nuestros hijos, rediós, y mandan a tomar por saco todo el tinglado de la antigua farsa y a los innumerables mangantes, demagogos y sinvergüenzas que viven de él, de trapichear con nuestra estupidez y nuestra vileza de casposo campanario de pueblo. A ver si los bárbaros cruzan en masa el Danubio otra vez y nos dan candela. La Historia demuestra que, a veces, de los incendios y el degüello nacen Venecias.

Estoy pensando en eso, más o menos, y hasta se me pone en la cara una sonrisilla, supongo. Como si el rectángulo de sol se hiciera más amplio y me iluminara también a mí. Entonces miro a la derecha y los veo salir del edificio de oficinas financieras. Son cinco hombres jóvenes que parecen troquelados en una máquina de fabricar ejecutivos: los mismos trajes oscuros, la misma clase de corbatas, la misma forma de peinarse, de caminar, de mirar, de imitarse unos a otros. Cantan de lejos, al primer vistazo. Teléfono móvil, ordenador portátil, inglés fluido, master aquí y allá, dinero en cualquiera de sus infinitas manifestaciones virtuales de ahora: plástico, impulsos electrónicos, fibra óptica. Son killers en versión postmoderna, asesinos cualificados desprovistos de piedad y de sentimientos. Fríos como peces, tiburones de moqueta dispuestos a vender su alma por ser durante cinco minutos Michael Douglas en Wall Street. Parecen, me digo al verlos pasar, una manada de lobos jóvenes y crueles: asépticos, seguros, guapos o intentando serlo, dispuestos a devorarse entre ellos sin remordimiento, miembros de una religión implacable cuyo cielo es medio punto más en la bolsa, cuyo purgatorio es el índice de cada día, cuyo único infierno es el fracaso. Se creen una casta privilegiada. Una élite. Pero en realidad, contemplados uno a uno, no son nada: sólo la prescindible infantería de un ejército siniestro. Basta fijarse en sus zapatos. Tarde o temprano la mayor parte de ellos caerá, será devorada por su propio Saturno ajeno a la compasión, y al minuto siguiente estarán otra vez ahí, idénticos a sí mismos, goteándoles el colmillo, dispuestos a ejercer la depredación para la que son entrenados. Por eso, al verlos cruzar ante mi coche ajenos a todo lo que no sea el próximo zumbido del teléfono móvil o la próxima cotización, mirando el mundo con el desprecio y la avidez de su ambición –el bono de rendimiento, el sueldazo, el coche de quince kilos, el chalet maravilloso, la mujer despampanante, las vacaciones caribeñas de cinco estrellas– siento que una nube oscura oculta el rectángulo de sol y que el día se vuelve gris. Y pienso que el mensaka peruano y la polaca de la parada del autobús y yo mismo, por mucho cóctel biológico y mucha imaginación que nosotros o nuestros nietos le echemos al asunto, nunca tendremos la menor posibilidad –nunca la tuvimos, y ahora menos que nunca– en manos de estos inmortales e implacables hijos de puta.

Arturo Pérez-Reverte, 13 de junio de 2004
(Sugerido por Polman, a quien se agradece)
ficcionalista! RECOMIENDA


Michel Gondry. Eternal Sunshine of the Spotless Mind


POSTALES .005

Las mudanzas son situaciones particularmente incómodas. Al necesario proceso de limpieza se suma el de selección; qué es lo que se queda, qué es lo que se va. Me molesta tener que decidir sobre ciertas cosas. A mí, que me cuesta deshacerme de suplementos de diario de 1999. Debería darme más al desapego, un poco más de zen en mi vida no vendría mal. Pero en medio de tamaña crisis también se producen acontecimientos felices. Unos pocos CD quedan fuera de las cajas y serán los que nos acompañen durante las horas que dure el trauma. Así es que tienen lugar inesperados reencuentros. Por ejemplo, hace minutos giraba Clics Modernos. Redescubrir "Ojos de video tape", "No soy un extraño", o "Plateado sobre plateado" reconforta el espíritu. Mientras escribo estas líneas me doy a la escucha de Sueño Stereo: "Ella usó mi cabeza como un revólver", "Paseando por Roma" o "Zoom". Y no dejo de notar que las cajas de los viejos CD son más rígidas, tienen otro cuerpo, pesan más.
Un respiro para Donna Regina, Julieta Venegas y Air no está mal.
Todos nosotros lo merecemos.

miércoles, julio 07, 2004


Sepan disculpar todos al ficcionalista! que se encuentra sumido en dos procesos: uno de anginas y otro de mudanza. Así, poco tiempo queda para la buena vida literaria.
Y como forma de resarcimiento dejo pegado justo acá abajo el mejor cuento de la literatura argentina (aunque son puntos de vista, qué se yo).
Chau

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El coronel elogia mi puntualidad:
-Es puntual como los alemanes -dice.

-O como los ingleses.

El coronel tiene apellido alemán.

Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.

-He leído sus cosas -propone-. Lo felicito.

Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.

Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.

El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.

Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.

Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.

El coronel sabe dónde está.

Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.

Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.

-Esos papeles -dice.

Lo miro.

-Esa mujer, coronel.

Sonríe.

-Todo se encadena -filosofa.

A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.

-La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.

-¿Mucho daño? -pregunto. Me importa un carajo.

-Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años -dice.

El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.

Entra su mujer, con dos pocillos de café.

-Contale vos, Negra.

Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.

-La pobre quedó muy afectada -explica el coronel-. Pero a usted no le importa esto.

-¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.

El coronel se ríe.

-La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.

Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.

-Cuénteme cualquier chiste -dice.

Pienso. No se me ocurre.

-Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.

-¿Y esto?

-La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.

El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.

-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.

-¿Qué más? -dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.

-Le pegó un tiro una madrugada.

-La confundió con un ladrón -sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.

-Pero el capitán N...

-Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.

-¿Y usted, coronel?

-Lo mío es distinto -dice-. Me la tienen jurada.

Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.

-Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.

-Me gustaría.

-Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?

-Ojalá dependa de mí, coronel.

-Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.

Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.

-Mire.

A la pastora le falta un bracito.

-Derby -dice-. Doscientos años.

La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.

-¿Por qué creen que usted tiene la culpa?

-Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.

El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.

-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.

-¿Qué querían hacer?

-Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.

-Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.

-Y orinarle encima.

-Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.

No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.

-Esa mujer -le oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.

El coronel bebe. Es duro.

-Desnuda -dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...

Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.

-Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.

Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.

-...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos-, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?

-No.

-Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.

Vuelve a servirse un whisky.

-Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.

Bruscamente se ríe.

-Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.

Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.

-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.

-¿Pobre gente?

-Sí, pobre gente -el coronel lucha contra una escurridiza cólera interior-. Yo también soy argentino.

-Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.

-Ah, bueno -dice.

-¿La vieron así?

-Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...

La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.

-Para mí no es nada -dice el coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dese cuenta.

Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.

-A mí no me podía sorprender. Pero ellos...

-¿Se impresionaron?

-Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.

Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".

-Beba -dice el coronel.

Bebo.

-¿Me escucha?

-Lo escucho.

Le cortamos un dedo.

-¿Era necesario?

El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.

-Tantito así. Para identificarla.

-¿No sabían quién era?

Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".

-Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?

-Comprendo.

-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.

-¿Y?

-Era ella. Esa mujer era ella.

-¿Muy cambiada?

-No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.

-¿El profesor R.?

-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.

En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.

-¿Enciendo?

-No.

-Teléfono.

-Deciles que no estoy.

Desaparece.

-Es para putearme -explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.

-Ganas de joder -digo alegremente.

-Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.

-¿Qué le dicen?

-Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.

Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.

-Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.

El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.

-La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.

Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.

-Llueve -dice su voz extraña.

Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.

-Llueve día por medio -dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.

Dónde, pienso, dónde.

-¡Está parada! -grita el coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!

Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.

-No me haga caso -dice, se sienta-. Estoy borracho.

Y largamente llueve en su memoria.

Me paro, le toco el hombro.

-¿Eh? -dice- ¿Eh? -dice.

Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.

-¿La sacaron del país?

-Sí.

-¿La sacó usted?

-Sí.

-¿Cuántas personas saben?

-DOS.

-¿El Viejo sabe?

Se ríe.

-Cree que sabe.

-¿Dónde?

No contesta.

-Hay que escribirlo, publicarlo.

-Sí. Algún día.

Parece cansado, remoto.

-¡Ahora! -me exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!

La lengua se le pega al paladar, a los dientes.

-Cuando llegue el momento... usted será el primero...

-No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.

Se ríe.

-¿Dónde, coronel, dónde?

Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.

Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.

-Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.

Rodolfo Walsh, "Esa mujer".

viernes, julio 02, 2004


JIM, JAM & EL OTRO

© Max Aguirre, 2004. Jim, Jam & el Otro

jueves, julio 01, 2004


ficcionalista! ESCUCHA

Mafalda Arnauth. Encantamento

INCREPACIÓN

A ver... ¿porqué terminó junio y no llegamos a las 1200 visitas?