sábado, julio 31, 2004

CONSECUENCIAS DEL MÉTODO


Aunque no se supo mucho de Bob en los últimos años pocos se sorprendieron al encontrar, la mañana del 12 de septiembre, su necrológica en la sección de artes y espectáculos de todos los diarios. Podían leerse en esas líneas consideraciones del tipo "cuando fue económicamente solvente, tomó clases en el Herbert Berghof Studio y en 1966 fue aceptado en el Actor's Studio donde comenzó con el entrenamiento del Método de Lee Strasberg". También que "el primer reconocimiento le llegó gracias a la producción off-Broadway The Cowboy Wants the Ghetto, por la que fue premiado como el mejor actor de la temporada 1967-68". Se detallaba por ejemplo que "con la puesta de Does the Cougar Wear a Sweater? ganó su primer Tony", o que en el cine "había debutado en Me, Jennifer (1969), con Patty Lake". Y por supuesto no faltaba en ninguno el recorrido por la más gloriosa etapa de su cinematografía. En el Post, Gilbert Marshall se despachó con una apretada síntesis: "Con su segundo film, Fear In Button Park (1971), de Johnny Schiller, logró fama y reconocimiento en el papel de un adicto a las drogas. Fue en esa época que Percis Buick Capello lo eligió para un rol protagónico en Pater Familiae (1972), que le valió su primera nominación al premio de la Academia. Persicco (1973), de Rodney Summit, Pater Familae, Part II (1974) y Pig Day Evening (1975), también de Summit, fueron sus grandes éxitos de los setenta y las producciones que lo convirtieron en el referente del actor del Método Strasberg". Lo último, lugar común en las notas 
Bastante gente participó de las exequias si se tiene en cuenta que el tipo se había bajado del negocio hace ya mucho tiempo. Y es que al fin y al cabo la gente tiene esa especie de adoración por los artistas. Participar de sus vidas (o de su muerte, qué más da) los hace sentirse también importantes, los incluye en algo más grande que sus tristes existencias. Siempre es bueno brillar bajo una poderosa luz, aunque sea de otro, prestada por un rato.
Bob, siempre había sido generoso con la gente. Me acuerdo de una mañana en que salíamos del estudio y se nos acercó una chica un poco escualida para que le firmara un pedazo de papel miserable. Bob la subió al auto. "Vamos a tomar algo", le dijo. Eran como las siete de la tarde, y noviembre, y el frío era como una navaja. La chica estaba embelesada. Bob me comentaba algo sobre el director de Jam Session; acusaba que era un estúpido, que pretendía que estuviera en el estudio a las cinco de la mañana para filmar unas tomas adicionales, unas para la edición final. Gary Felner era el montajista: un tipo odioso por donde se lo mirase. Bob pensó que era buena idea darle a conocer que sí, que podría ser que fuera y que incluso podía esperarlo con la boquilla del clarinete metida en el culo. Y cuando Bob dijo "culo" la chica, que seguía mirando embelesada, como dije, desde el asiento de atrás del Mustang emitió una especie de risita histérica y entrecortada. Entonces Bob –qué loco Bob, qué hijo de puta– se daba vuelta y le preguntaba si no le parecía que Gary era un verdadero estúpido, y ella cerraba los ojos y asentía con la cabeza mientras reía. Bob me golpeaba el hombro y repetía: "¿no es encantadora, eh? Además tiene muy buen humor..." Y también le preguntaba si quería comer algo en el veinticuatrohoras de la autopista. Entonces, me acuerdo que bajamos, nos sentamos y pidió para Jenny (o Lanny, o Franny o como la chica flaca se llamase) una bandeja de hot cakes embadurnados de miel o de jarabe de frambuesa y mientras miraba señalandome con el dedo cómo comía la chica, se reía y le dedicaba autógrafos a cada una de las cuatro hermanas que vivían en Chattanooga y se reía mientras me preguntaba cómo carajo se escribía "Chattanooga".
Dos horas más tarde Bob, la chica y yo subimos al coche y nos lanzamos de nuevo a la ruta para dejarla a las puertas de una casa medio derruida en Lemon Grove, después de que Bob parase en K-Mart, bajase del auto y reapareciese quince minutos más tarde con unas enormes bolsas de supermercado llenas de comida y dulces para Jenny (o Lanny, o Franny) y su familia numerosa.
Otra noche fuimos a una fiesta en Beverly Hills, a la casa de Geena Madison. Era una de esas veladas temáticas, puede que del Imperio Romano o algo con togas, no recuerdo bien. Entonces Bob, completamente tomado y fumado, se subió a una mesa con unas ramas de laurel metidas en los calzones y a reclamar a grito pelado que las nenas más calientes fueran a participar de su coronación de gloria. Después de comenzar una pelea a puñetazos con Jimmy Cale porque le había tocado el culo a su puta, dos monos enormes lo sacaron a rastras mientras la estúpida de Geena le gritaba que había arruinado su fiesta.
Será triste acostumbrarnos a la ausencia de Bob. Triste que eso que las necrológicas reconocían como una de sus más destacables virtudes fuera también su perdición. Bob sí creía en el maldito Método y lo practicaba religiosamente. Fui testigo en más de una docena de ocasiones cómo el tipo quedaba desequilibrado después haber dado todo de sí. Cuando estaba en Idaho rodando Town Of The Braves tuve que quedarme tres noches a su lado porque no podía despegarse de la piel de su personaje, Tom Cuttie, el hombre perseguido al mismo tiempo por los indios y el séptimo de caballería. Ganó un Globo Dorado por esa. Mientras filmaba People Like You fue arrestado por robar durante seis noches seguidas en un Ninety Nine Cents de Los Ángeles. Yo mismo expliqué a la policía lo que pasaba pero no pude evitar que la maldita foto del prontuario fuese publicada por el National Inquirer. A Bob le importó bien poco. En realidad pidió que le compraran veinte ejemplares que repartió entre dealers, una caterva de rateros, dos drag-queens y un fiolo con que había pasado la noche. Y cuando se fue le firmó unos ejemplares a tres oficiales que habían cubierto la guardia. People... ganó tres Globos Dorados y tres premios de la Academia.
Entonces Bob se había entusiasmado con una película de época. Había visto La femme sans tête y al instante quiso comprar los derechos para una remake. Era generoso con sus amigos y prudente en sus decisiones así que convocó al buen Rodney para que lo dirigiera de nuevo. También era ambicioso: sabía que podría interpretar al verdugo Sans Son infinitamente mejor que Gerard Assant. Al lado de la de él, su actuación parecería la torpe imitación de Shakespeare de un tonto chimpancé. Engordó veinte kilos. Se afeitó la cabeza. Conquistó el phisique du rol de manera absoluta. Y para mejor llegó desde Italia María Grazia Baldarotta que había aceptado el papel de la salvaje cocinera de infantes condenada a muerte en la guillotina.
Bob atormentó a la italiana por dos semanas. La encerraba cada día en una de las casas levantadas especialmente para la producción, una de las cuarenta construcciones erigidas a imagen y semejanza de las de un barrio marginal de la París de comienzos del siglo XIX. La chica gritaba como una salvaje mientras se escuchaban insultos –en el más estricto francés, por supuesto– y se oían golpes atemorizantes a punto tal de que un par de veces los técnicos quisieron derribar la puerta enorme de hierro y madera sin éxito. Hacia las seis de la tarde la italiana salía medio desarropada y con los ojos y el rostro rojizos pero como en total éxtasis y nadie se atrevía a preguntarle nada. Al fin que el equipo cumplió con un cronograma estricto por dos meses. Aún así la compañia productora estaba inquieta y pedía ver algo del material que se hubiera rodado hasta el momento. Rodney sabía serenarlos pero los rumores que habían llegado a los oidos de los ejecutivos hacía complicado mantenerlos a raya. El 10 de septiembre –lo recuerdo: era el cumpleaños de la italiana– debía filmarse una de las escenas finales. Esa en que, sin motivo lógico alguno, la condenada enseñaba, ya en el cadalso, sus pechos desnudos para intentar conmover la voluntad del ejecutor y escapar de esa manera a su destino. Maria Grazia estaba sublime: su rostro reflejaba un grado de desesperación límite, uno que sin duda había logrado gracias a las terribles sesiones de tortura psicológica a la que Bob la había sometido durante casi un mes. Esa escena que jamás llegó a concluirse. En la historia real, el verdugo nunca alcanzó a apiadarse tanto como para no cumplir la sentencia para la que estaba programado. Enloqueció totalmente a causa de esa conducta absurda. En el film original, Gerard Assant la había concretado y después de filmar la escena, dicen, se tiró en su trailer a la protagonista, Emmanuelle Tevert, y a una de las actrices que interpretaba a la hija de uno de los jueces. A las dos juntas quiero decir. En la remake, Bob, ahí mismo, se quedó frío. No dijo nada más. Se quedó mirando las tetas de la italiana, esas desmesuradas ubres de esplendor incomparable, impávido. Cinco minutos se quedó así hasta que le tiré una manta encima y me lo llevé al camerino. Y de ahí a la clínica. Repetía interminablemente "Je ne peux pas le faire... Je ne peux pas... Je ne peux pas..." No dijo nada más. Durante seis meses estuvo bajo tratamiento y en observación en el Wright Institute Los Angeles para enfermos mentales. Nunca volvió a ser el mismo.
Y hoy leo su obituario en el diario.
Qué mierda, Bob, eras un tipo magnífico. Creo que me voy a poner el traje negro de Armani que me regalaste en el último cumpleaños que festejamos juntos. Ese que te gustaba tanto cómo me quedaba, Bob.
F.J.V.

1 comentario(s):

Anonymous Anónimo supone...

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22 octubre, 2005 06:15  

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<< volvé a ficcionalista!