lunes, marzo 07, 2005

TRABAJO REGISTRADO

En la entrada de febrero 16, 2005, ficcionalista! se despachó con un manifiesto que tuvo cierto reconocimiento en sectores que adhieren a la postura crítica del trabajo tal como es concebido por el sistema actualmente vigente. En ese post se hacía referencia a un texto de Russell publicado en Humanismo Socialista, uno del que había perdido la pista entre las pilas de libros desperdigados por cuanto espacio disponible hubiese. Tras intensas tareas de bricolage que culminaron en la constitución de una biblioteca en sitio apropiado para tal fin, el libro de marras apareció. El fragmento es largo pero vale la pena tomarse un rato para leerlo.
O mejor: pónganle un poco de onda ya que me tomé el trabajo de tipearlo para el blog.
Eso.
Nada más.


"Desde los comienzos de la civilización hasta la revolución industrial, un hombre, por lo común, podía producir, trabajando duramente, poco más de lo necesario para su propia subsistencia y la de su familia; si bien su mujer tuviera que trabajar, por lo menos, tan duramente como él, y sus hijos hubieran de aportar su trabajo tan pronto como iban siendo bastante grandes para ello. El pequeño sobrante sobre las necesidades escuetas no era para los que lo producían, sino que se lo apropiaban los guerreros y los sacerdotes. En tiempos de hambre no había sobrante; los guerreros y los sacerdotes, sin embargo, se aseguraban, de todas formas, tanto como en otros tiempos, con el resultante de que muchos de los trabajadores se morían de hambre. Este sistema persistió en Rusia hasta 1917, y todavía persiste en el Este; en Inglaterra, a pesar de la revolución industrial, se mantuvo con toda fuerza a lo largo de las guerras napoleónicas y hasta hace cien años, en que adquirió poderío una nueva clase de industriales. En América, el sistema terminó con la revolución, excepto en el Sur, donde continuó hasta la guerra civil. Un sistema que ha durado tanto tiempo y que terminó tan recientemente ha dejado, como es natural, una impresión profunda en los pensamientos y opiniones del hombre. Mucho de lo que damos por supuesto acerca de la pertenencia del trabajo se deriva de este sistema, y siendo éste preindustrial, no se adapta aquello al mundo moderno. La técnica moderna ha hecho posible, dentro de ciertos límites, que el ocio sea no la prerrogativa de pequeños grupos privilegiados, sino un derecho repartido igualmente por toda la comunidad. La moralidad del trabajo es una moralidad de esclavos, y el mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud.

Claro está que, en las primitivas comunidades, los labriegos no se hubieran desprendido del pequeño sobrante con que subsistían los guerreros y los sacerdotes si se les hubiera dejado elegir, sino que hubieran producido menos o hubieran consumido más. Al principio, la pura fuerza los compelía a producir y desprenderse del sobrante. Gradualmente, sin embargo, resultó posible inducir a muchos de ellos a que aceptaran una ética según la cual era su deber trabajar intensamente, aunque parte de su trabajo fuera a sostener a otros que permanecían ociosos. Por este medio, la compulsión requerida fue reduciéndose y los gastos del Gobierno disminuyeron. En nuestros días, el noventa y nueve por ciento de los trabajadores británicos quedarían auténticamente horrorizados si les dijeran que el rey no debe recibir ingresos mayores que los de un trabajador. El concepto del deber, hablando históricamente, ha sido el medio utilizado por los detentadores del poder para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos más que para su propio interés. Por supuesto que los detentadores del poder disimulan este hecho ante sus propios ojos, arreglándoselas de manera que llegan a creer sus intereses idénticos a los grandes intereses de la Humanidad. Algunas veces esto es verdad: los atenienses poseedores de esclavos, por ejemplo, empleaban parte de su ocio aportando una contribución permanente a la civilización, que hubiera sido imposible bajo un sistema económico justo. El ocio es especial para la civilización, y en tiempos pasados, el ocio de unos pocos solamente era posible gracias al trabajo de los más. Pero el trabajo de éstos era estimable no porque el trabajo sea bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con la técnica moderna seria posible distribuir justamente el ocio, sin menoscabo para la civilización.

La técnica moderna ha hecho posible reducir enormemente la cantidad de trabajo requerida para asegurar lo necesario en la vida de cada cual. Esto se hizo patente durante la guerra. En aquel tiempo, todos los hombres de las fuerzas armadas, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en la producción de municiones, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en espiar, en hacer propaganda bélica o en las oficinas del Gobierno relacionadas con la guerra, fueron apartados de las ocupaciones productivas. A pesar de ello, el nivel general de bienestar físico entre los trabajadores no especializados de las naciones aliadas fue más alto que lo fue nunca antes o desde entonces. La significación de este hecho fue encubierta por las finanzas: los préstamos hacían aparecer las cosas como si el futuro estuviera alimentando al presente. Pero esto, desde luego, hubiera sido imposible; un hombre no puede comerse una rebanada de pan que todavía no existe. La guerra demostró de un modo concluyente que la organización científica de la producción hace posible mantener las poblaciones modernas en un elevado nivel de bienestar solamente con una pequeña parte de capacidad de trabajo del mundo entero. Si la organización científica implantada con objeto de poder contar con hombres que lucharan y fabricaran municiones se hubiera mantenido al finalizar la guerra, y se hubiera reducido a cuatro las horas de trabajo, todo hubiera ido bien. En lugar de ello, fue restablecido el antiguo caos: aquellos cuyo trabajo se necesitaba se vieron obligados a trabajar largas horas, y al resto se le dejaba morir de hambre por falta de empleo ¿Por qué? Porque el trabajo es un deber, y el hombre no debe recibir salario proporcionado a lo que produce, sino en proporción a su virtud, ejemplarizada por su laboriosidad.

Esta es la moralidad del Estado de esclavos, aplicada en unas circunstancias completamente distintas a aquellas en las que surgió. No ha de extrañar que el resultado haya sido desastroso. Tomemos un ejemplo. Supongamos que, en un momento determinado, cierto número de personas trabaja en la manufactura de alfileres. Trabajando -digamos- ocho horas, hacen tantos alfileres come el mundo necesita. Alguien lleva a cabo un invento con el que el mismo número de personas hacen el doble número de alfileres que antes. Pero el mundo no necesita el doble número de alfileres; los alfileres son tan baratos, que difícilmente podrá venderse alguno más a precio inferior. En un mundo sensato, todos los que estuvieran en relación con la manufactura de alfileres se darían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás continuaría como antes. Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoralizador. Los hombres continúan trabajando ocho horas; hay demasiados alfileres; los patronos quiebran, y la mitad de los hombres empleados anteriormente en la fabricación de alfileres son despedidos y quedan sin trabajo. Al final se produce tanta ociosidad como en el otro plan, pero la mitad de los hombres quedan absolutamente ociosos, mientras que la otra mitad trabaja demasiado. De este modo, queda asegurado que la inevitable ociosidad produzca miseria por todas partes, en lugar de ser una fuente de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato?

La idea de que el pobre pueda holgar siempre ha sido nefanda para los ricos. A principios del siglo XIX, la jornada normal de trabajo de un hombre era, en Inglaterra, de quince horas; los niños hacían la misma jornada algunas veces, y, por lo general, trabajaban doce horas al día. Cuando los entremetidos enredadores apuntaron que quizá tal número de horas fuese más bien largo, les dijeron que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los niños del mal. Cuando yo era niño, poco después que los trabajadores urbanos hubieran adquirido el voto, la ley estableció ciertas fiestas públicas, con gran indignación de las clases elevadas. Recuerdo haber oído a una anciana duquesa decir: “¿Para qué quieren las fiestas los pobres? Deberían trabajar.” Hoy, las gentes son menos francas, pero el sentimiento persiste, y es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica.

Consideremos por un momento francamente, sin superstición, la ética del trabajo. Todo ser humano, necesariamente, consume en el curso de su vida cierto volumen del producto del trabajo humano. Suponiendo, como podemos hacerlo, que el trabajo es, en conjunto, desagradable, resulta injusto que un hombre consuma más de lo que produce. Por supuesto que puede prestar algún servicio en lugar de producir artículos de consumo, como sería el caso de un médico, por ejemplo; pero algo ha de aportar a cambio de su manutención y alojamiento. Hasta aquí, el deber de trabajar ha de ser admitido; pero solamente hasta aquí.
No he de insistir en el hecho de que, en todas las sociedades modernas, aparte la U.R.S.S., muchas personas eluden incluso este mínimo de trabajo; por ejemplo, todos aquellos que heredan bienes y todos aquellos que se casan con quien los tiene. No creo que el hecho de que se consienta a estas gentes permanecer ociosas sea casi tan perjudicial como el hecho de que se espere de las clases trabajadoras que trabajen con exceso o que se mueran de hambre.

Si el obrero ordinario trabajase cuatro horas al día, sería suficiente para todos y no habría paro -dando por supuesta cierta muy moderada cantidad de organización sensata-. Esta idea sorprende a las clases pudientes, porque están convencidas de que el pobre no sabría cómo emplear tanto ocio. En América, los hombres trabajan, a menudo, durante largas horas, aun cuando ya están bien situados; tales gentes, naturalmente, se indignan ante la idea de la ociosidad para los jornaleros, excepto si ésta adopta la forma del inflexible castigo del paro; en realidad, les disgusta el ocio incluso para sus hijos. Y, lo que es bastante extraño, mientras desean que sus hijos trabajen tanto que no les quede tiempo para civilizarse, no les importa que sus mujeres y sus hijas no tengan ningún trabajo en absoluto. La jactanciosa admiración por la inutilidad, que en una sociedad aristocrática abarca a los dos sexos, queda limitada, en una plutocracia, a las mujeres; ello, sin embargo, no la pone en situación más acorde con el sentido común.

El sabio empleo del ocio -hemos de concederlo- es un producto de la civilización y de la educación. Un hombre que ha trabajado durante largas horas toda su vida se aburriría si queda súbitamente ocioso. Pero sin una cantidad considerable de ocio, un hombre se ve privado de muchas de las mejores cosas. Y ya no existe razón alguna para que la mayor parte de las gentes haya de sufrir tal privación; solamente un necio ascetismo, delegado, por lo general, nos hace continuar insistiendo en la necesidad del trabajo en cantidades excesivas, ahora que ya no es necesario."


Bertrand Russell, "Elogio de la ociosidad", 1932