UN SARMIENTO MENOS
Volví del paraje ribereño santafesino, tras horas de micro encima, con ganas de darme una ducha.
Desde hacía rato, mi calefón se negaba a molestarse para calentar módicas cantidades de agua. Consideraba estar a la altura de las grandes obras del ingenio humano y había que abrir por lo menos un par de canillas del departamento como para que el piloto se dignara a laburar. Así, y a veces solo con ayuda de música de Haendel como banda de sonido, el mechero se ponía exultante, como loco.
Ayer no quiso ni con tres grifos y un bidet abierto a todo trapo.
Yo no quería bañarme con agua fría, de fifí exquisito, nomás: berretines de clase media. La encargada del edificio me informó que enfrente vivía un gasista. Raudo, me dispuse a buscarlo confiándole la delicada misión de hacer que el maldito Orbis se dignara calentar. Yo, que cursé tres años de educación técnica como buen argentino viril, ya había desarmado la tapa y había revisado aquí y acullá para ver si daba con el desperfecto. El mencionado gasista, en su visita de diez minutos de ayer, solo miró lo que yo ya había visto y, rápidamente, removió el diafragma. Me dijo que se lo llevaba y que volvía mañana, esperando que fuera solo eso.
Por la noche, antes de clavarme una pizza de provolone en casa de JazzbBoPol, estuve consultando en internet algunos precios de piezas y materiales, por las dudas, para evitar lo que veía venir. JBP me confió que en su casa de la infancia y juventud, esa que tantas veces me supo cobijar, cada tanto, su padre cambiaba el diafragma, una goma pedorra que no debía costar demasiado. Él arriesgó un precio. Uno sensiblemente mayor al que, con posterioridad, supe que tenía el producto.
La goma pedorra cuesta, en la ferretería de la vuelta de casa, $2,70.
Hoy pasó el gasista. Estuvo en el interior de mi departamento menos de diez minutos. La tapa del calefón la puse yo porque sabía en qué ángulo iban los tornillos de mierda (el burlete de goma era muy ancho). Sin hacerme una sucia factura, sin mostrarme su inútil matrícula, se retiró embolsando $50 mientras tenía la diferencia de hacer un comentario sobre Pudding que estaba tirada a la puerta de la cocina.
Cincuenta pesos.
Un Sarmiento que, por algún motivo –me debo estar ablandando con el tiempo–, no me negué a pagarle en medio de una catarata de puteadas.
El Estado, en concepto de básico, bruto, me paga $11,25 la hora por lidiar con treinta adolescentes lobotomizados, promedio.
Mi psicoanalista, por sesión, bastante menos que los veinte minutos de ingeniero termonuclear en calefones.
Que, como el psicópata capitalista que es capaz de vender la soga con la que será ahorcado, las calderas del infierno ardan gracias a los servicios de los gasistas que, tras revisar las instalaciones, inexorablemente, se entreguen a las llamas contando sus malolientes y cenicientos billetes mal habidos.
Eso. Nada más.
Desde hacía rato, mi calefón se negaba a molestarse para calentar módicas cantidades de agua. Consideraba estar a la altura de las grandes obras del ingenio humano y había que abrir por lo menos un par de canillas del departamento como para que el piloto se dignara a laburar. Así, y a veces solo con ayuda de música de Haendel como banda de sonido, el mechero se ponía exultante, como loco.
Ayer no quiso ni con tres grifos y un bidet abierto a todo trapo.
Yo no quería bañarme con agua fría, de fifí exquisito, nomás: berretines de clase media. La encargada del edificio me informó que enfrente vivía un gasista. Raudo, me dispuse a buscarlo confiándole la delicada misión de hacer que el maldito Orbis se dignara calentar. Yo, que cursé tres años de educación técnica como buen argentino viril, ya había desarmado la tapa y había revisado aquí y acullá para ver si daba con el desperfecto. El mencionado gasista, en su visita de diez minutos de ayer, solo miró lo que yo ya había visto y, rápidamente, removió el diafragma. Me dijo que se lo llevaba y que volvía mañana, esperando que fuera solo eso.
Por la noche, antes de clavarme una pizza de provolone en casa de JazzbBoPol, estuve consultando en internet algunos precios de piezas y materiales, por las dudas, para evitar lo que veía venir. JBP me confió que en su casa de la infancia y juventud, esa que tantas veces me supo cobijar, cada tanto, su padre cambiaba el diafragma, una goma pedorra que no debía costar demasiado. Él arriesgó un precio. Uno sensiblemente mayor al que, con posterioridad, supe que tenía el producto.
La goma pedorra cuesta, en la ferretería de la vuelta de casa, $2,70.
Hoy pasó el gasista. Estuvo en el interior de mi departamento menos de diez minutos. La tapa del calefón la puse yo porque sabía en qué ángulo iban los tornillos de mierda (el burlete de goma era muy ancho). Sin hacerme una sucia factura, sin mostrarme su inútil matrícula, se retiró embolsando $50 mientras tenía la diferencia de hacer un comentario sobre Pudding que estaba tirada a la puerta de la cocina.
Cincuenta pesos.
Un Sarmiento que, por algún motivo –me debo estar ablandando con el tiempo–, no me negué a pagarle en medio de una catarata de puteadas.
El Estado, en concepto de básico, bruto, me paga $11,25 la hora por lidiar con treinta adolescentes lobotomizados, promedio.
Mi psicoanalista, por sesión, bastante menos que los veinte minutos de ingeniero termonuclear en calefones.
Que, como el psicópata capitalista que es capaz de vender la soga con la que será ahorcado, las calderas del infierno ardan gracias a los servicios de los gasistas que, tras revisar las instalaciones, inexorablemente, se entreguen a las llamas contando sus malolientes y cenicientos billetes mal habidos.
Eso. Nada más.
4 comentario(s):
La proporcionalidad es un don divino no terrenal.
Feliz año.
No, si la ciencia y la cultura no son negocio, eso ya lo sabemos. Ahora entiendo su comentario sobre los gasistas, extendible a todo tipo de trabajador hogareño, como plomero, fumigador, etc. Ésas sí que son actividades lucrativas. Al menos, ¿pudo ver cómo lo hacía, así la próxima se las arregla usted solo?
Es así, machos quedan pocos y hacen valer su trabajo.
Usted porque es medio puto y no se banca el agua fría.
Testigos mediante, puedo asegurarle que me duché durante una semana con agua fría por no saber bien donde se entendía el calefón (y por no dar el brazo a torcer y llamar al encargado...)
<< volvé a ficcionalista!