sábado, abril 17, 2004

HISTORIA DE HAK’R Y LOS MENDIGOS

Como estaba prescripto tuvo que lavarse los pies antes de salir de la casa de su hermano. Tres veces arrojó agua en el cántaro que estaba en el piso. Tres veces también los secó con la pieza de lino que colgaba del asa de una vasija de arcilla. Otras tres, besó a Harum, su hermano, para despedirse. La esposa de Harum lo observaba desde el rellano de una de las puertas de esa habitación: rodeaba con sus brazos a su hijo y a su hija, a Nahel con la izquierda, a Kanín con la derecha. La mujer bajó la vista -los ojos grises- y sus cabellos se escabulleron fuera del paño amarillo que le rodeaba la cabeza, para desocultar el azabache intenso, para reposar sobre los pechos fuertes. Todo bajo la luz de las lámparas de aceite.

Y Hak’r salió y caminó las calles de polvo finísimo entre las casas apiñadas aquí, retraídas allá. Calles reptantes, oscilantes, estrechas. Reconoció entre las sombras a una figura humana. Sufrió un mareo. Cayó porque sus rodillas que se doblaron bajo el peso del cuerpo, como sucede a los que beben mucho y desafían así la ley con sus actos.

Y mucho tiempo estuvo tirado en el suelo pero no tanto como para que lo encontrara despierto la llegada del día, lo que era falta grave. Al despertar, frente a él, la silueta del hombre que había visto antes de desplomarse -era la misma, tal vez- le sostenía la vista y no decía nada. Era un mendigo. Entonces Hak’r, al notarlo, bajó la vista y se llevó la mano a la frente y cerró los ojos para hacer una reverencia inclinando el cuerpo hacia delante, sentado todavía en el suelo. Sin pronunciar palabra se quedó quieto porque la ley prescribía que no se debía molestar a los mendigos o a los perros, porque era eso lo que estaba escrito. Pero el mendigo estaba como clavado en medio de la calle y no decía nada. Entonces Hak’r no podía levantar su mirada, ni marcharse, ni moverse. Y el mendigo apenas moviendo los labios puso algo en palabras que Hak’r no pudo comprender. Entonces el hombre que vestía harapos se retiró y lo dejó.

Y Hak’r llegó a su morada antes de que el sol se asomase y durmió dos horas o tres. Se levantó por la mañana para orar como lo ordena la ley y oró sin devoción ese día.

Y dos días más tarde Hakr, al girar sobre la esquina de una casa, encontró que siete mendigos lo esperaban. Entonces bajó la vista, y tapó sus ojos, y los cerró, y se inclinó hacia delante. Y los mendigos no le decían nada y no le pedían nada y no se iban. Y uno se le acercó y le puso en palabras algo que Hak’r no comprendía pero le resultaba familiar. Y los hombres que no tienen casas se retiraron de su presencia. Hak’r creía poco en el destino y por eso no fue a hablar con un sabio sobre lo ocurrido.

Y Hak’r esa noche quedó arrobado por la mirada de ojos grises de la mujer de su hermano y pensó en que quizá podía comprarsela.

Y por tercera vez, Hak’r se encontró con los mendigos, al mediodía. Y uno de los diez, lo tomó del borde se su fina prenda de lino matizada con el azulino de las regiones distantes y, mientras lo aferraba por delante, le gritaba las palabras extrañas al oído que él no podía entender. Él quería bajar la vista pero no podía hacerlo. El mendigo le escupía la cara cuando vociferaba y el olor del cuerpo le daba náuseas. Los hombres desposeídos lo rodeaban y levantaban sus manos.

Y Hak’r, preso del miedo, tomó al mendigo del cuello y comenzó a sacudirlo y lo arrojó al suelo mientras gritaba que lo dejara en paz. Entonces los mendigos bajaron sus brazos, todos juntos en un movimiento único, y el que había caído lo miró con pena a lo profundo de los ojos, en donde está el alma. Todos se dieron vuelta y se retiraron en silencio.

Y la gente del mercado vió todo y acusó a Hak’r de violar la ley con sus actos y lo llevaron ante el tribunal de sabios para ser juzgado. Hak’r fue desnudado y sus barbas le fueron cortadas al ras y también su pelo. Así fue encerrado en una celda y le fue dicho: “medita Hak’r, hijo de Tam’n y de Sahel, sobre tus faltas”. Diez años permaneció encerrado sin que nadie lo mirase ni le hablase. En su cabeza resonaban las palabras del mendigo, todavía sin sentido para él.
Y después de diez años Hak’r fue puesto en libertad. Su hermano y su familia, avergonzados, habían abandonado el pueblo y de lo que fue suyo una vez, su fortuna y su casa y sus animales, nada había quedado.

Y ya en libertad, Hak’r caminaba las calles por los días y también por las noches. Y en una de las noches, camino hacia ningún sitio, alcanzó a ver la figura de un hombre que caminaba lento. Que se quedaba quieto. Que se desplomaba sobre su peso como los hombres que beben mucho y con sus actos desafía la ley.

Y Hak’r se acercó y por horas, en mitad de la noche, quedó perplejo ante la expresión del rostro del hombre tirado en el suelo. Y fue entonces cuando comprendió todo, cuando entendió el sentido de las cosas simples y de las que traen dolores de cabeza, y podía ver el sentido de esas cosas como podía ver cada pelo de la barba del hombre en el suelo. Fue cuando el hombre despertó, cuando Hak’r pronunció con sus labios las palabras que lo explicaban todo. El hombre en el suelo bajó la vista y sus oídos eran como sordos a las verdades poderosas que Hak’r ponía en palabras porque no las comprendían.

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