LO QUE DECÍA MI MADRE

En alguna oportunidad, cuando era un chico, las noticias en tono catástrofe me habían alarmado. Tendría cerca de ocho años cuando parece que a un asteroide se le había dado por pasar demasiado cerca de la Tierra y algunos canales de televisión, en sus noticieros, anunciaban el eventual fin del mundo. Yo, por supuesto, me había asustado bastante. El fin del mundo implicaba que yo, que hasta ese momento, se ve, me consideraba inmortal, también iba a palmarla. Se lo comuniqué a mi madre. Ella, mujer simple nunca atravesada por la academia, no se hizo demasiado problema y, mientras seguía barriendo -cosa que solo una mujer sabia puede hacer ante la inminencia del final de todas las cosas-, me dijo:

"El fin del mundo es cuando vos te morís"

Semejante pensamiento me acompaño de ahí en adelante y puso de manifiesto su singular envergadura en cada oportunidad en que alguien anunciaba o me interrogaba en el aula sobre el The End definitivo.

Hoy leo en El País una reseña sobre la edición en español de The Work of Mourning, de Derrida. Me detengo sobre el párrafo que menta:

"La muerte proclama cada vez el final del mundo en su totalidad, y cada vez el final del mundo como totalidad única, por lo tanto irreemplazable y por lo tanto infinita. Como si la repetición final de un todo infinito siguiera siendo todavía posible..."

Para el buen Jacques todo comenzó en El Biar, Argelia, en 1930; para Dores, un poco más al norte, en Loulé, Portugal, en 1926. Para él, el fin del mundo fue en París, en octubre de 2004; para ella, casi un año antes en Buenos Aires. El francés lo escribió en 2001; la portuguesa lo sentenció hacia 1978.

Extraño que mi madre no haya inventado el decontruccionismo, pienso.