Pasa.
Es inevitable.
Tarde o temprano, con variantes, la situación se repite. Es cuestión de girar un poco sobre cuestiones antropológicas -novedad en la cotidianeidad para los involuntarios concurrentes a la clase– para que el tema se revele desde el núcleo más íntimo de alguno de los presentes. La alumna de aquí en más señalada como “T” es una de esas adolescentes sumamente respetuosas y aplicadas de la que todo padre puede enorgullecerse y que, lejos de ser una tarada, es un encanto de persona.
–¿Y qué otras características podrían proponer?
– El hombre es un ser religioso –propone T.
– Sí. El hombre es un animal que, además de lenguaje, arte, ciencia, produjo sistemas religiosos...
–No. Porque todos los hombres no creen en Dios –arriesga, decidida, una alumna.
– No. Pero no estamos hablando de individuos, de personas aisladas –justifica F!. No todos los hombres crean leyes o normas, ni configuran el mundo de la misma manera a través de los diferentes lenguajes. Incluso las personas ateas entienden a qué hacen referencia los creyentes cuando hablan de Dios o de la religión.
Aquí, una más o menos larga digresión entre numerosos alumnos sobre algunas creencias individuales, las posesiones vaticanas, las prácticas de los clérigos, sacerdotes y pastores, de si existen personas “verdaderamente ateas”, etc. Vuelta sobre el tema.
–Así que la racionalidad – continúa F!– no siempre puede ser aplicada en el abordaje de estas cuestiones porque...
T interrumpe. Se siente segura.
–¡Pero la existencia de Dios se puede demostrar racionalmente!
–¿Sí? ¿Hay alguna manera de hacerlo? –repregunta F!, haciéndose el salame.
–Sí. Un montón.
–¿Por ejemplo?
T se detiene por un par de segundos.
–Por el motor inmóvil.
Parece que T estuvo recabando información por su cuenta por medio de la lectura de bibliografía complementaria que éste escribiente recomienda cada año pero que casi nadie lee (me entero después que también con material de un seminario catequístico). El resto de la clase permanece mitad atenta, mitad boludeando (respetuosamente, por lo bajo).
–Bien –socializa F! la propuesta, aclarándole a la clase–: por las cinco vías. En el caso que comentás, Santo Tomás de Aquino tomó el concepto de Aristóteles. La primacía del motor en Aristóteles no tiene que ver con ser primero en el tiempo sino primero en el acto de movimiento. Cuando lo analizamos, en general, partimos también de un presupuesto: que el universo es finito y limitado, por lo tanto comenzó en algún momento. No ponemos en tela de juicio esa “verdad”. Es “lo dado” desde lo cual pensamos. Y Santo Tomás tiene el concepto de “creación” que le da un poco de ventaja. Si das por supuesta la “creación”, partís de algo no demostrado pero que ya orienta tu pensamiento hacia determinadas conclusiones: es necesario que un dios haya creado el universo. Porque “de la nada, nada sale”.
Y otras aclaraciones que, por economía y por no aburrir al lector, nos ahorramos de explicitar.
T. se queda mirando un punto fijo en medio de la nada. Mejor; un punto medio entre su nariz y el pizarrón, sin emitir sonido, por más de un minuto. F! sigue hablando a la clase, ejemplifica. Se empieza a aterrar sobre el efecto tremendo que ayudó a provocar en T. El pensamiento crítico a veces parece una pequeña piedra que se lanza a rodar por una pendiente sin ser conciente de los efectos no deseados. Le empieza a preocupar que la chica no diga ni mu.
Instantes más tarde, T comienza a mover la mandíbula como para dejar escapar alguna palabra. Hesita, no termina de despegar los labios, inspira por la nariz, profundamente. Vuelve a mover el maxilar mientras se acomoda en el asiento al tiempo que levanta los hombros y finalmente comparte:
–Entonces –T, en conato de angustia intelectual–¿no se puede demostrar la existencia de Dios racionalmente?
–No. No digo eso. En la vida cotidiana, en la actitud filosófica o en la actividad científica partimos siempre de presupuestos, de cosas que no discutimos. Si no, nos sería imposible pensar en cualquier cosa. Santo Tomás lo propone aún sin tener necesidad de probar nada a nadie. Los que negaban a Dios en esa época eran considerados necios, locos. Y a los necios no se les explicaba nada: eran marginados y listo.
F! continúa con una serie de apreciaciones que hacen que las involuntarias víctimas especulen, mascullen incoherencias ininteligibles o terminen con citas a
Matrix para volver sobre el tema.
–En definitiva, el problema de la existencia de Dios ¿es una cuestión de qué? –interroga F! a la clase.
Varios responden a coro:
–De fe.
–Bien. Para el que tiene fe, problema solucionado.
–¿Y para el que no tiene? –pregunta T.
–Me parece que el acto de creer es una cuestión que pasa más por lo emotivo, lo afectivo. Hay personas –fundamenta F!– a las que le podés ir con elaboradísimas formas de demostrar racionalmente que Dios existe... y nada. Y si les pasa algo significativo, algo profundo, cambian radicalmente su actitud. Para esas personas, me parece que termina haciendo más una sola Teresa de Calcuta que un ejército de Tomases de Aquino.
T observa algo inquieta pero menos preocupada y la clase, inexplicablemente, se mantiene en orden mientras F! agrega:
–Entonces hay que sincerarse y no encerrar al hombre sólo en la esfera de su racionalidad. El hombre es también afectividad. Es cuestión de dejar que el que se lo propone, quiere o se anime, en asuntos de fe, pueda dar el salto que eso, creer, supone.
Y entonces, otra alumna, C, desde el centro mismo del aula, arroja la inevitable, inexorable, irrevocable pregunta contra un F! desprevenido, con la guardia depuesta a causa de la extensa actividad argumentativa desplegada:
–Y, usted ¿cree en Dios?
El costo de conducir a los pequeñuelos por tamaños berenjenales nunca es bajo.