Tengo un vicio confesable. Me gusta levantarme relativamente temprano, ir al bar y, mientras tomo un café con leche en el que ensopo tres medialunas de manteca, leer el/los diario/s. No puedo hacerlo todos los dias durante el año pero sí (casi) en vacaciones. Cuando no lo hago, me quedo en casa escuchando la radio –Mitre casi siempre– y tomando mate, a veces con facturas, a veces con tostadas, a veces con bizcochitos Don Satur.
Las mañanas de mi bar de Liniers se demoran en las ventanas, más o menos lentas, y pueden pasar horas en las que me indigno, me río, me sorprendo, me angustio, me intereso, me vuelvo a indignar pero en las que nunca me aburro. Tomo notas, sistemáticamente o no, en una libreta negra Norte, sin anillar, una que
en algún momento se vió amenazada por una retromodernista anillada de tapas plateadas de la que supe dar parte, pero que no logró imponerse. Tomo notas con una lapicera de pluma con tinta negra Pelikan. Tomo notas sobre cosas que la mayoría de las veces olvido o no vuelvo a consultar porque siempre hay nuevos intereses, temas que la perentoria actualidad impone.
Sufrimos de una extraña especie de bulimia. En alguna oportunidad, estallé sobre el diván con un implacable “
terminemos con esta farsa, por favor”. La operadora de mi psíquis se sorprendió por el tenor del imperativo. En esa ocasión, horas después de la oportuna sedimentación de lecturas sobre interminables cuestiones que iban de la biopolítica al último disco de Coldplay, atravesando tres suplementos culturales y tres diarios de por lo menos dos países, la patología estalló.
Hoy tocó mate con Don Satur. Al menos veinte libros se apilan sobre la mesa. Tengo que aplicar un plan de modestas migraciones sobre la superficie de madera gastada que me permitan acomodar el termo, el pack bizcochal, el mate propiamente dicho. Recorro la población hacinada sobre un extremo. Morin y el
star-system, los exámenes de Habermas sobre las corrientes filosóficas modernas, la completa bibliografía traducida de Millhauser, el amor de los muchachos de Melo, el reino de las mujeres de Coler, la hermenéutica según Ferraris, el Atlas de Le Monde, Scalabrini que está solo y espera, y espera, y espera. Heidegger, Scruton, Berger y Luckmann. Deleuze y su cine por Marrati y por él mismo, Deleuze según Badiou, Sebreli, Oubiña, Savater por dos, la ética a través del tiempo, textos escolares varios.
Pienso en esa rara especie de bulimia literal. Y, de entre toda esa tinta, se destaca con singular poder la voz teutona. “En su ‘no demorarse’ se cura la avidez de novedades de la constante posibilidad de su ‘disipación’ (...) a la avidez de novedades no le importa ser llevada por la admiración a la incomprensión, sino que se cura de saber, pero simplemente para tener sabido.”
Y así transcurre la “farsa que no significa nada”:
Shakespeare as an existencialist. Así, la “falta de paradero” a la que
uno está
librado a
diario. Por libro o por diario.
Eso. Nada más.