El clima en la ciudad apesta. No es que hoy haya estado especialmente desagradable; fue un día por momentos nublado, con sol asomándose en algunas oportunidades, con una temperatura tolerable, más bien alta para esta época del otoño. A diez días del invierno no hay señales de que el que maneja los fenómenos meteorológicos se haya anoticiado. La semana deparó sensaciones térmicas cercanas a los 30 centigrados y días de lluvia y humedad poco gentiles. Los que leen este blog desde Buenos Aires –supongo que la enorme mayoría– no están enterándose de nada que no hayan padecido. Los de las lejanías se estarán preguntando a que conduce el inexplicable informe climático.
Ni idea. Pero lo cierto es que hoy siento sobre mi cuerpo el resultante de lo arriba expuesto. Se manifiesta con un estado símil gripal, leve, pero incómodo. Molestia en la garganta, estado de laxitud corporal, molestias musculares en cada punto del cuerpo (con mayor énfasis en extremidades inferiores, superiores y hombros), desgano. Esto motivó a refugiarse en casa, leer, escuchar un poco de música, cocinar y, especialmente dedicarse a mirar televisión. Los últimos meses –siete, para ser más preciso– la práctica televisiva había sido progresivamente depuesta para focalizarse en fugaces recorridas por canales noticiosos antes de salir por las mañanas para enterarme de cuánto abrigo llevar o qué había pasado en el mundo que a los medios le hubiera resultado de particular relevancia. El resto del tiempo, banda ancha mediante, consultaba la web, leía blogs, buscaba data sobre lo que estuviese llevando adelante por esos días o miraba alguna película alquilada o prestada por todos esos enfermos del cine que me rodean.
El resultado de la vuelta al electrodoméstico deparó reflexiones de todo calibre. Estos son algunos ejemplos:
- El gran hallazgo documental en
Discovery Channel fue
Mithbusters, cazadores de mitos. No puedo dejar de reírme con Adam Savage y Jamie Hyneman. Los muchachotes andan por ahí poniendo a prueba cuanta leyenda urbana se les cruza. El episodio del tipo al le cae un rayo, aparentemente, por llevar un piercing en la lengua, el cañon medieval hecho con un tronco que explotó y se cargó a media aldea y las ineficientes formas de pasar la prueba de alcoholemia es brillante. Estos tipos son lo más.
- El programa
Creencias por
Infinito es interesante. Sobre todo en los momentos en que absolutamente todos los presentes –conductor incluido– le caen encima al representante del catolicismo. Hay en la mesa un rabino, un sheik, un swammi, un filósofo agnóstico y algún invitado. Pero la cosa se resuelve siempre dándole maza al pobre cura que dice cosas insostenibles totalmente convencido y con cara de bueno. Muy entretenido.
- La publicidad de
Sony Entertainment Television se limita exclusivamente a promover productos de
Sony, división electrónica. Una corporación que se termina mordiendo la cola y alimentándose de sí misma. Y de todo lo demás, obviamente. Presenciar el
advertising de los productos promocionados –
i-pods, celulares con cámara digital,
hometheatres, televisores de plama– inaccesibles para la enorme mayoría de los latinoamericanos, resulta por lo menos, obsceno. En la Argentina enormemente empobrecida por las políticas económicas neoliberales impuestas por los centros del poder económico, ni qué decir.
- En general soy dado a las series. Este año había comenzado a ver la cuarta temporada de
24 y la tercera de
Enterprise. No probé con Lost o con
Battlestar Galactica no sé por qué.
La serie de Kiefer Sutherland me aburrió al tercer episodio. Desconozco el motivo; no es que estuviese por debajo de las expectativas. Un par de viernes por la noche fuera de casa me hicieron perderle el ritmo también a la heredera de
Star Trek. Ayer ví, por tercer viernes, la última. Hoy, en maratón me puse al día con cuatro episodios de la primera. Punto de contacto entre ambas: torturas en todos los episodios. No de una; de ambas. No en la mayoría; en todos. Picanas sofisticadas o improvisadas con una lámpara, golpes de puños, tortura psicológica, máquinas diseñadas para hacer perder el sentido del tiempo o la estabilidad de la psiquis, privación de terapias médicas, amenazas de muerte sobre familares, etcétera. Claro, dirán: los
malos deben (a)parecer muy malos. NO: los sujetos activos de la tortura, los victimarios eran, en todo los casos, los
buenos. El agente Bauer o el capitán Archer, quintaesencia de los valores por los cuales se mantiene vivo y en orden una nación o un planeta entero. Y, también en cada caso, las infelices situaciones venían acompañadas de toscas justificaciones sobre por qué se hacía lo que se hacía. El cuestionamiento de una novia o el médico, testigos involuntarios, de poco sirven: “si no podés tolerarlo, salí del cuarto” o “entonces habrá que torcer un poco la ética” son respuestas válidas cuando los propósitos son tan nobles.
En esta era, resulta evidente, el Imperio tiene que poder justificar su política, su ética, con productos de consumo popular que sean realistas y que preparen el campo para que los idiotas de turno -de los niños a los no tanto- acepten que el mundo es así y debemos cuidarnos de terroristas que atentan contra lo que tanto nos costó conseguir. O están con nosotros o contra nosotros. Esa impúdica lógica binaria en la que todo acaba por resolverse.
Eso. Nada más.